Buscar

jueves, 31 de julio de 2014

La mina, la novela que no pudo leer la "generación mejor formada de España"



Hacía casi 30 años que La mina de Armando López Salinas no se editaba en España. Los jóvenes no pudimos leerla. Hemos de leer La mina para recuperar nuestra Historia y para forjar nuestro porvenir.   



Yo nací (perdonadme) en el mes de julio de 1984. No es que quiera aprovecharme de la generosidad de quien me brinda esta tribuna para contar mi vida. Pero la fecha de mi nacimiento tal vez tenga sentido. Porque ese mes de julio de 1984 se publicó por última vez, en la editorial Orbis, La mina de Armando López Salinas. Han pasado casi treinta años desde la fecha.
Los jóvenes que hoy salimos de las Facultades, expulsados a un mercado laboral cada vez más precarizado, cuando no directamente al exilio económico, no hemos leído La mina. Y no la hemos leído porque no existía. Era imposible hacerse con un ejemplar, salvo quien descendía al sótano de una biblioteca o lo descubría entre los montones de libros polvorientos de una librería de viejo. La mina desapareció también de los libros de texto y de los programas universitarios. La llamada «generación mejor formada de España» no ha leído La mina de Armando López Salinas. Nunca tuvimos la oportunidad.
Los hechos nunca suceden al azar. El realismo social/socialista fue borrado de la Historia. La nueva sociedad despolitizada que surgió con la transición, en las coordenadas ideológicas de un capitalismo avanzado que se autoproclama como el mejor de los mundos posibles, prescindió de textos como La mina. Parecía que no era necesario seguir hablando de explotación ni de proletariado en un mundo donde el ocaso de la lucha de clases y el fin de la Historia dibujaban una sociedad perfecta y cerrada, sin conflictos ni contradicciones. La huella de lo político y lo social desapareció de la literatura y el realismo social no sólo no encajaba en este esquema, sino que además su calidad literaria se ponía en entredicho. No hacía falta leer La mina porque era una obra pésimamente escrita, nos dijeron, e incluso nos convencieron. Ahora sabemos que no fue por una cuestión estética por lo que dejamos de leer La mina, sino porque molestaba. Porque La mina nos recuerda quienes son los que lucharon. La mina nos recuerda que la libertad y la democracia no es una concesión de grandes hombres con grandes gestos, como cuenta el relato/mito de la Transición, sino la conquista de hombres y mujeres como los que La mina retrata. Los explotados de ayer sobre cuyas espaldas se construyó el denominado «desarrollismo económico» español.
A los jóvenes no sólo nos han robado el futuro, sino que también el pasado. Para recuperar nuestra memoria, en septiembre de 2013 la Sección de Estética y Literatura de la Fundación de Investigaciones Marxistas y la editorial Akal unimos fuerzas para reeditar La mina y presentar el texto por primera vez sin censura en España. Para ganar el futuro es imprescindible recuperar primero el pasado. Hemos de volver a leer y no dejar de leer nunca novelas como La mina de Armando López Salinas, porque acaso nos sirva para recuperar nuestra Historia y para forjar nuestro porvenir.  

David Becerra Mayor // Publicado en Agitación, nº 18 (2014), pág. 14. Número completo: http://issuu.com/revistaagitacion/docs/agitacion_18_#
 

lunes, 21 de julio de 2014

Made in Spain

Sus padres acaban de morir en un fatídico accidente de tráfico en circunstancias poco claras. Fernando, el Búho o el Estaquirot, que así se llama indistintamente nuestro protagonista, recibe la noticia desde su retiro en Marruecos, donde vive despreocupado, escondiéndose del mundo tras una cortina de humo de cachimba o hachís. La muerte, por mucho que se empeñen los poetas medievales, no es igual para todos; y Fernando, al morir sus padres, no sólo se convierte en huérfano, sino también en heredero de una fábrica de zapatos que sus progenitores poseían en la zona levantina. El heredero, disperso y malcriado, tiene que dejar atrás su vida apacible e irresponsable y regresar a España para hacerse cargo del negocio familiar. Así empieza la última novela de Javier Mestre, Made in Spain (Caballo de Troya).

Cuando pisa y reconoce la fábrica, Fernando descubre un mundo que se desmorona. Las máquinas descansan de los ritmos de producción de otras épocas, cuando se fabricaban tres mil pares de zapatos y salían de los almacenes cajas repletas de calzado para distribuir por todo el territorio nacional. Las circunstancias han cambiado. En el capitalismo avanzado, donde el mercado laboral se ha globalizado, las industrias locales no pueden competir, en duelo tan desigual, con las empresas que han deslocalizado su producción para reducir costes y obtener precios más competitivos. El nuevo escenario económico no parece ofrecer más alternativa que el cierre de la fábrica o la reinvención de la acumulación primitiva del capital, esto es, lograr la máxima obtención de beneficio a través de prácticas laborales ilegales, llevando el grueso de la producción a la economía sumergida, a talleres clandestinos donde los trabajadores no son dados de alta en la seguridad social ni sus salarios alcanzan para llevar una vida digna.

Sin embargo, nuestro protagonista prefiere obviar ese escenario e inventar uno propio, construir una alternativa a aquellas que la realidad y el sentido común –siempre ideológicamente construido– parecen imponerle como posibilidad única. Fernando decide gestionar la fábrica de un modo más humano, empezando por regularizar la situación laboral de sus empleados, y en vez de recortar el salario de sus trabajadores para producir mercancías cuyo precio se adecue a los que marca el mercado, opta por renunciar a los siempre altos márgenes de rentabilidad que el empresario se asigna. Fernando, en definitiva, quiere poner a funcionar un capitalismo bueno. ¿Lo logrará? ¿Es posible un capitalismo con rostro humano?

Made in Spain cuenta la historia de una imposibilidad. Porque a su protagonista el tiro le sale por la culata cuando pretende construir un capitalismo bueno. No es que no sea posible un capitalismo bueno, es que el capitalismo es, en sí mismo, la antítesis de la legalidad. Un sistema económico que se basa en la corrupción y en la explotación es, por definición, incompatible con la ley. El intento del protagonista de Made in Spain de hacer funcionar un capitalismo desde concepciones humanistas no puede sino estar abocado al fracaso desde el principio mismo. Luego, la novela no puede sino conducirnos hacia un final fatal. Podrían reconocerse los ecos de una fatalidad de tragedia clásica en la novela de Javier Mestre, e identificar a nuestro protagonista como un héroe trágico incapaz de escapar de un destino marcado de antemano. Pero Made in Spain no habla de tragedias ni de héroes, y del único destino del que no puede escapar Fernando es del capitalismo. El capitalismo no puede corregirse, tiene que superarse; de lo contrario, medidas como las que propone el protagonista de la novela de Mestre no podrán sino frustrarse. Porque en el capitalismo, todo aquello que no persiga la máxima rentabilidad está de inmediato condenado a la inexistencia. O cambiamos el sistema, o nada de eso será posible.

La nueva novela de Javier Mestre se inscribe en lo que cada vez con más fuerza, y seguramente con más oportunismo que oportunidad, se está denominando como ‘novela de la crisis’. Sin embargo, Made in Spain, a diferencia de otras (de muchas otras; casi todas) sí merece tal calificativo. Porque, como se apunta en la siempre sugerente contracubierta de Caballo de Troya, ahora que «se habla mucho de novela social, en cuanto aparece un pobre, un precario, un desahucio o un maltrato, hasta los críticos más académicos se nos ponen sentimentales. A ver si hay suerte y esta novela cuela en la moda. Aunque mucho me temo que no lo tiene fácil, porque esta novela habla de lo que hablan las verdaderas novelas sociales: de la lucha entre el capital y el trabajo. Y en directo, con las plusvalías al aire y sin paños ni apaños sentimentales».

Made in Spain señala con el dedo al capitalismo, pero no se conforma con mostrarlo, además lo explica. Porque, a veces, aunque no lo parezca, también se puede hablar de capitalismo en literatura, sin que por ello se pierda por el camino eso que llaman –y casi nadie ha definido– calidad literaria.

David Becerra Mayor // Publicado en Mundo Obrero, nº 274-275 (julio-agosto, 2014)

lunes, 7 de julio de 2014

La estrategia del caballo de Troya

(Fragmento de Qué hacemos con la literatura)
La primera cuestión que es obligado plantearse a la hora de crear un discurso disidente tiene que ver con el espacio productivo, es decir, desde dónde se ha de producir esa literatura otra: ¿es posible hacerlo desde dentro del sistema o es preciso construir un afuera? ¿Deja el sistema que en su interior se produzcan voces críticas que tengan por objetivo el aniquilamiento del propio sistema? Los teóricos de la posmodernidad responderán, sin dudarlo un instante, de forma afirmativa, alegando que los rasgos ofensivos del objeto artístico serán absorbidos por el propio sistema, neutralizando de inmediato su poder subversivo. El capitalismo avanzado desactivará toda voz disidente del discurso una vez que este sea insertado en la lógica del sistema: en cuanto se convierte en mercancía, pierde todo su potencial transformador (Jameson, El posmodernismo o la lógica del capitalismo avanzado, Barcelona, Paidós, 1991, pág. 17ss). Por lo tanto, según este planteamiento, el sistema permite la disidencia en su interior porque su actuación garantiza la pervivencia –o la inviolabilidad– del mismo sistema. Tal vez por este motivo el historiador marxista británico E. P. Thompson opina que los socialistas no deben someterse a actuar en el interior del sistema, sino crear un afuera que les permita producir un discurso contrahegemónico con todas las libertades garantizadas. Estas son sus palabras:

Lo que los socialistas no deben nunca hacer es permitirse depender enteramente de instituciones establecidas: casas editoras, medios de comunicación comerciales, universidades, fundaciones. No quiero decir que todas estas instituciones sean represivas: desde luego pueden hacerse en ellas muchas cosas positivas. Pero los intelectuales socialistas deben ocupar un territorio que sea, sin condiciones, suyo: sus propias revistas, sus propios centros teóricos y prácticos; lugares donde nadie trabaje para que le concedan títulos o cátedras, sino para la transformación de la sociedad; lugares donde sea dura la crítica y la autocrítica, pero también de ayuda mutua e intercambio de conocimientos teóricos y prácticos, lugares que prefiguren en cierto modo la sociedad del futuro (Thompson, Tradición, revuelta y consciencia de clase, Barcelona, Crítica, 1979, pág. 318).

Las reticencias de Thompson para ocupar espacios en el interior del sistema no son, sin embargo, compartidas por todos los sectores de la izquierda y hay quien sostiene que el sistema se puede dinamitar desde dentro. El grupo portorriqueño de música urbana Calle 13 incluye en su disco Entren los que quieran (2010) una canción titulada «Calma Pueblo» en la que, precisamente, se reflexiona sobre el potencial revolucionario que tiene trabajar en el interior del sistema. Suenan del siguiente modo unos versos centrales de la canción:

Yo uso al enemigo, a mí nadie me controla,
le tiro duro a los gringos y me auspicia Coca-Cola.
De la canasta de frutas, soy la única podrida:
Adidas no me usa, yo estoy usando Adidas.
Mientras bregue diferente, por la salida entro,
me infiltro en el sistema y exploto desde adentro.
Todo lo que les digo es como el Aikido:
uso a mi favor la fuerza del enemigo.

Pongamos el texto en antecedentes. Las letras de Calle 13 tienen un fuerte carácter subversivo, radical, antiimperialista y nuestramericano (escúchese, por ejemplo, «Querido FBI» o «Latinoamérica»); sin embargo, llama poderosamente la atención que el grupo esté patrocinado por la marca deportiva Adidas, como se apunta en el último verso de la primera estrofa citada, y que, del mismo modo, una famosa marca multinacional de refrescos contactara con Calle 13 para grabar un anuncio publicitario, y que ellos
aceptaran bajo la condición de que el guión corriera por su cuenta. El anuncio, que finalmente no fue emitido, mostraba, según relata René Pérez, cantante de Calle 13, en la edición argentina de Rolling Stones, cómo «un tipo me ve tomando una Coca-Cola y me dice: “Y tú tirándole a los gringos y tomando Coca-Cola”. Y yo entonces le respondo: “Es que yo no le tiro a los gringos, yo me los trago y los escupo (y escupía el refresco). Y también hago gárgaras con ellos (y hacía gárgaras con el refresco). Y cuando no hay agua y tengo sed, aunque me haga daño, tomo Coca-Cola. ¿Tú no?”». Ante esto no podemos sino formularnos las siguientes preguntas: ¿se establece una relación de complicidad de Calle 13 con el sistema o, por el contrario, Calle 13 se sirve de los aparatos del propio sistema para transmitir su mensaje subversivo? Y seguidamente: el hecho de que el mensaje subversivo circule por los canales de distribución del propio sistema, ¿no neutraliza automáticamente el mensaje? En opinión de Calle 13 bien parece que no. Como dicen los versos citados, son ellos los que usan al sistema y no al contrario («Adidas no me usa, yo estoy usando Adidas»): Calle 13, según se apunta en estos versos, se aprovecha de la visibilidad que el propio sistema le concede para cargar contra el propio sistema («uso a mi favor las fuerzas del enemigo»). Infiltrados en el sistema actúan como kamikazes discursivos, haciendo explotar desde dentro sus versos disidentes. Y, en cualquier caso, insisten, si existiera neutralización, sería la del enemigo (de ahí la referencia al aikido japonés, es decir, la neutralización del adversario por medio de la humillación, sin provocarle daño físico). Pero se les podrá argüir que, en realidad, al sistema –representado en este caso por Adidas– no le interesa lo más mínimo el contenido de sus letras, si estas –sean disidentes o no– les ayudan a vender zapatillas, que, dicho sea de paso, se cosen en condiciones esclavistas en países del llamado Tercer Mundo. O del Cuarto.

Entonces, ¿desde dónde producir una literatura revolucionaria?, ¿desde el afuera del sistema o desde su adentro? ¿Cuál de las dos estrategias resulta más eficaz para la lucha ideológica? Aunque tal vez la primera pregunta que habría que formularse es: ¿existe la posibilidad de crear un afuera en un momento histórico en que el capitalismo avanzado presenta su forma más totalizadora y parece abarcarlo todo? ¿Hay posibilidad de trabajar en sus márgenes? Seguramente sí, aunque resulta difícil evaluar su efectividad. Por este motivo creemos que, en una situación en que la correlación de fuerzas es tan desfavorable para nuestros intereses de clase, no hay que despreciar en absoluto las mínimas opciones que se nos presentan para ocupar espacios en el interior del sistema, pero sin nunca dejar de labrar ese afuera del que nos hablaba Thompson. Para acceder al interior, hay que diseñar una estrategia que permita al escritor actuar con eficacia, como señala la novelista Belén Gopegui:

...siempre pagando peajes, disimulando, poniendo un poco de complejidad formal o un poco de ironía o un poco de sentimentalismo para que el caballo [de Troya] tenga pinta de caballo o para que el capitalista piense que será más alto el beneficio obtenido que la cantidad de sabotaje que la novela o la película puedan contener (Gopegui, «Retaguardia y ficción», Papeles de la FIM, nº 25 (2007), pág. 63).

La novela funcionaría, de este modo y siguiendo el planteamiento de Gopegui, como el artilugio utilizado por los griegos para acceder a la ciudad sitiada de Troya. El caballo artificial debe parecer un caballo de verdad para no levantar sospechas, como la literatura subversiva y disidente debe mantener asimismo la apariencia de literatura que el sistema asume como propia; por ello, debe compartir algunos de los ingredientes esenciales que la literatura dominante contiene –como si de ocultos soldados se tratara– como son los señalados por la escritora madrileña: complejidad formal, ironía, sentimentalismo, etcétera. En este sentido, su última novela, Acceso no autorizado, publicada en el interior de la ciudad sitiada, en la berlusconiana editorial Mondadori, parece reproducir esta estrategia. El relato, que temáticamente se encuentra muy lejos de los contenidos que asume la literatura actual, trata de la relación que se establece entre la vicepresidenta del Gobierno socialista y un hacker que se introduce en su ordenador para proporcionarle información confidencial con el propósito de cambiar el rumbo de un gobierno que, en vez de gobernar para sus ciudadanos, manifiesta su sumisión a las leyes del mercado. Con un argumento de este tipo parece sumamente complicado que el caballo tenga apariencia de caballo. Pero la estructura bipartita de los capítulos –sobre todo del primero– crea una tensión dramática, un suspense, que seguro que va a agradar a lectores que quizá sea la primera vez que se acerquen a una novela política. Del mismo modo, la descripción de los personajes antagonistas de la novela, fuera de toda sospecha de maniqueísmo y dotada de pulsiones emocionales, es también apta para todos los públicos. Y, por último, que se insinúe que la vicepresidenta del Gobierno, Julia Montes, alter ego de Fernández de la Vega, se sienta atraída amorosamente por el hacker que se esconde tras el cursor del ordenador, está muy en consonancia con el gusto de quien produce el canon literario y de quien determina qué es una buena o mala novela; incluso que la novela deje abierta la posibilidad de que haya sido precisamente esta atracción amorosa lo que haya impulsado a la vicepresidenta a romper con el sistema, les debe resultar muy grato. Acceso no autorizado sin duda guarda la apariencia de caballo, incluso de muy buen caballo (la tapa dura lo facilita), pero en su interior se esconde no el ejército de troyanos de la epopeya clásica, sino un virus troyano que, una vez completada la descarga, inicia su labor de destrucción. Tal vez con esta novela Belén Gopegui marca el camino adecuado para actuar con eficacia desde el interior del enemigo. Una estrategia sin duda parecida a la que siguió Galdós, a finales del siglo XIX, cuando se sirvió del folletín para construir sus Episodios Nacionales o novelas con nuevos planteamientos como Tristana o Tormento.

El caballo tiene que tener forma de caballo. Pero no sólo para cruzar las murallas de la ciudad enemiga, sino también para que el discurso subversivo pueda llegar con mayor facilidad a sus lectores potenciales. Si la literatura subversiva adquiere la apariencia del best seller, sus posibilidades revolucionarias pueden llegar a multiplicarse, en la medida que alcanzan a un mayor número de lectores. En esta línea, el marxista italiano Antonio Gramsci expone su teoría de la «producción artística popular», considerando que la literatura de consumo, con un proyecto ideológico y social firme, puede ser útil para la transformación revolucionaria de la sociedad y que, en su opinión, «sólo entre los lectores de la literatura folletinesca se puede encontrar el público suficiente y necesario para crear la base cultural de la nueva literatura» (Gramsci, «Criterios de la crítica literaria», en Cultura y literatura, Barcelona, Península, 1972, pág. 269). Por ello consideraba Gramsci que la literatura policiaca, de misterio o de aventuras, fórmulas de éxito en el periodo de entreguerras pero también en la actualidad, constituían formas literarias de gran oportunidad –precisamente por su popularidad entre las masas– en un escenario de lucha contra-hegemónica. La misma intención tuvo Cortázar cuando escribió, en los años setenta, un cómic titulado Fantomas contra los vampiros internacionales (1976), mediante el cual pudo servirse de un lenguaje y un código tan popular como poco sospechoso de disidente para introducir un mensaje político. En un sentido netamente gramsciano se puede considerar un ejemplo actualizado la producción
de culebrones que promuevan valores socialistas y revolucionarios (Público, 11 de enero de 2010). Porque el grueso –o acaso la totalidad– de las telenovelas que se producen en América Latina reproducen y asimismo estigmatizan la imagen de una sociedad clasista inamovible por medio de un protagonista que siempre responde al prototipo de blanco hombre rico que tiene a su servicio a torpes criados indios. Es decir, ideología pura y dura. Lo que en apariencia es una producción audiovisual destinada al entretenimiento encierra, en su estructura discursiva, una ideología que legitima el statu quo. Que se produzcan, por lo tanto, culebrones con «contenido social» en América Latina, concretamente en Venezuela, refleja que existen otras opciones, otros caminos por explorar.

David Becerra Mayor, Raquel Arias Careaga, Julio Rodríguez Puértolas, Marta Sanz, Qué hacemos con la literatura, Madrid, Akal, 2013, págs. 43-48.

martes, 1 de julio de 2014

¿La ideología ha muerto de éxito?

(Primera página de La novela de la no-ideología)

 
No existe una literatura inocente. Todas las formas de discurso –independientemente de que este sea literario o no– contienen siempre ideología. 

     Con tal premisa nos estamos situando de lleno en una contradicción. Si no hay literatura inocente, porque todo discurso es siempre ideológico, es imposible tener como objeto de estudio lo que anuncia el título de este ensayo: la novela de la no-ideología. ¿Cómo es posible que la sociedad del capitalismo avanzado produzca una literatura sin ideología, si por definición no hay discurso inocente? ¿Existe una literatura, una novela concretamente, no ideológica? ¿Existe una novela exenta de ideología? La presencia de esta contradicción –ideología/no-ideología– es el resultado del debate semántico que el concepto ideología ha generado desde su nacimiento mismo. No en balde Henri Lefebvre había apuntado que «el concepto de ideología es uno de los más originales y amplios introducidos por Marx» aunque por ello es también «uno de los más difíciles y oscuros, aunque el lenguaje corriente lo haya admitido». La oscuridad, no obstante, no es constitutiva del término sino que deriva de su utilización abusiva –sin una definición taxativa previa que le haya otorgado un sentido unívoco– que ha puesto en circulación múltiples significados del mismo significante. El término se ha devaluado hasta tal punto que investigadores recientes han aconsejado prescindir de dicho concepto y sustituirlo por otros que, al no haber sido tan manidos, puedan alcanzar una eficacia mayor y, de tal modo, puedan llegar a ser políticamente más operativos. Un exponente claro de quien aconseja el desuso del concepto ideología es el sociólogo francés Pierre Bourdieu que, como declara en una entrevista concedida a Terry Eagleton, prefiere prescindir del concepto ideología en beneficio de doxa, debido a que aquel «ha sido tan usado y abusado que ya no funciona». Por otro lado, y en esta misma línea, Eugenio Trías considera que la ambigüedad semán tica del término convierte su estudio mismo en una teoría fallida:

«La teoría de las ideologías constituye una teoría fallida por cuanto el término clave de la misma, el término ideología, no se halla definido rigurosamente en aquella obra en que Marx lo emplea profusamente (…). La coexistencia de diferentes sentidos del término ideología constituye, en este caso, un serio hándicap a la afirmación de esa supuesta teoría».

Parece ser que la ideología ha muerto de éxito. Sin embargo y por tratarse de uno de los conceptos más originales –y de los más complejos– de la obra de Marx no deberíamos dejarlo caer en el ostracismo. No solo porque no es cierto que haya devenido una categoría vacía, sino también porque resulta de vital importancia para el análisis de la producción literaria (que es lo que nos ocupa) en íntima conexión con la hegemonía política y cultural. Por ello no solo conviene recuperar la noción ideología; resulta asimismo necesario, con el fin de evitar las tergiversaciones y confusiones que rodean el término, volver a los clásicos del marxismo –esto es: al propio Marx, a Engels y a Lenin– para emplear el término de un modo adecuado a partir de la bifurcación de significado que se produjo dentro de la propia tradición marxista, donde el concepto ideología empezó a emplearse tanto en un sentido epistemológico como político.