LITERATURA DE ANTICIPACIÓN
(La crítica
literaria sufre las prisas que impone el mercado. Siempre anda a remolque de
unas novedades que rápidamente dejan de serlo al ser sustituidas por otros
títulos más novedosos. El tiempo de rotación capitalista, cada vez más
acelerado, provoca que la esperanza de vida de un libro se haya reducido
ostensiblemente. Si el libro no logra adaptarse a las pautas del mercado
editorial sufrirá la condena del escrutinio posmoderno. Si el cura y el barbero del capítulo
sexto de El Quijote condenaban
a la hoguera aquellos libros que faltaban a la verdad sacralizada del horizonte
ideológico organicista, el capitalismo condena al fuego inquisidor del mercado
aquellos libros que no logren cumplir con la única verdad del capitalismo: la
rentabilidad, el dinero.
La crítica literaria, lejos de oponerse a la urgencia del mercado, parecía
estar soñando con una cerilla y un bidón de gasolina para avivar las llamas del fuego inquisidor.
Pero ha llegado la hora de pensar de otra manera. Decía Walter Benjamin,
mediante la metáfora de una locomotora en marcha, que la revolución no
perseguía el descarrilamiento del tren, haciendo aumentar su velocidad; al
contrario, la revolución tiene que evitar que el tren descarrile, echando el
freno de emergencia. Ha llegado la hora de que la crítica literaria no se
someta a los dictados siempre cambiantes del mercado, a sus novedades solapadas
por nuevas novedades. Se trata de seguir nuestro propio ritmo, de reflexionar
de un modo más detenido, sin prisas, de pensar la literatura a fuego lento.
Suplementos culturales que parecen catálogos de ventas, el lector podrá
encontrarlos en otro sitio. Aquí no queremos descarrilar. Hemos echado el freno
de emergencia. Hagan las maletas, no olviden nada de lo que consideren
indispensable, el viaje es largo, pero agárrense fuerte, cuando queramos
detenernos echaremos el freno de emergencia. Primera estación: «Hacia una
literatura de anticipación»).
¿Puede la literatura cambiar el mundo? Esta pregunta no
sólo parece que sea el inevitable punto de partida en toda discusión acerca de
las relaciones entre literatura y realidad, sino que además, e
independientemente de cuál sea su respuesta, si afirmativa o negativa, siempre va
a ser el preámbulo de un enconado debate. Quienes responden afirmativamente le
atribuyen a la literatura un poder órfico y sostienen que, como el dios de la
mitología griega con su lira, la literatura tiene el poder de cambiar el curso
de los ríos. Quienes opinan lo contrario y arguyen que la literatura difícilmente
podrá transformar el mundo, negando que por sí misma tenga la capacidad de
conducir a la humanidad hacia su emancipación última, inmediatamente se les
tilda de escépticos posmodernos. Quizá es el momento de plantearnos si acaso la
pregunta está mal formulada.
No sé si
hoy la literatura puede hacer gran cosa para cambiar el mundo, pero de lo que
no me cabe ninguna duda es que debemos exigirle a la buena literatura que ella
sí se lo crea. Porque solamente creyendo en sus posibilidades tratará de
situarse en los límites del discurso dominante, de bordear sus aristas, para
tratar de subvertirlo. Pero, además, la buena literatura tiene que creerse
capaz de objetivar la realidad
histórica que habitamos, y cuando hablo de objetivar hablo de visibilizar la
ideología que nos explota, de desnaturalizar lo que hoy parece sentido común
pero no es más que una forma de dominación. Si no podemos pedirle a la buena
literatura que nos abra el futuro, debemos reclamarle al menos que logre
anticiparlo. En este sentido, son paradigmáticas dos novelas que, aunque
distintas entre sí y bastante alejadas en el tiempo, comparten ese componente
de anticipación al que no debe nunca renunciar la buena literatura. Me estoy
refiriendo a La mina de Armando López
Salinas y a El padre de Blancanieves de
Belén Gopegui.
La
novela de López Salinas, que fue publicada en 1960 tras quedar finalista del
Premio Nadal y que es una de las novelas más significativas del realismo social
español, ofrece, a partir de la descripción de la vida de ocho mineros, un
fidedigno retrato de la explotación que, en la década de los sesenta, hizo
posible el denominado «desarrollismo» español. Pero, ¿a costa de qué o de quién
fue posible el «milagro» económico que experimentó la España del medio siglo? El
precio lo pagaron los mineros con enfermedades respiratorias, con dolencias
físicas, con una vida marcada por la precariedad y con la muerte. No sólo sus
bajos salarios facilitaron un rápido proceso de acumulación económica por parte
de la clase capitalista, extrayendo la plusvalía de la fuerza de trabajo de los
mineros, sino que a su vez La mina de
Armando López Salinas nos recuerda que esta acumulación fue también posible a
causa de las deficientes condiciones de seguridad en las que se vieron forzados
a trabajar los mineros: la Empresa, en mayúscula, tal y como aparece en la
novela, decidió no invertir en seguridad para, precisamente, lograr un mayor
beneficio en la actividad extractivista. Las consecuencias son evidentes e
inmediatas: los maderos crujen y amenazan derrumbe. Cuando reclaman ante la
empresa y ésta hace caso omiso de sus protestas, los mineros no pueden sino
empezar a pensar en organizarse, en plantarse, en la huelga como instrumento de
lucha. Pero no llegan a tiempo y mueren aplastados antes del inicio de la
batalla.
La
crítica literaria, que ha desacreditado La
mina por medio de un discurso pretendidamente estético que en realidad
oculta un gran prejuicio ideológico hacia el realismo social, se apresuró en
indicar que esta novela pecaba de ingenuidad: resultaba a todas luces increíble
que en 1959/60 la clase obrera española se planteara siquiera la posibilidad de
organizarse colectivamente, de pensar en la protesta para exigir la ampliación
de sus derechos, cuando el miedo de la guerra todavía pesaba como una losa. Eso
sólo podía pasar por la cabeza de un escritor comunista como López Salinas.
Pero el tiempo puso a cada uno en su sitio y demostró lo poco atinadas que eran
las razones que esgrimieron los críticos contra La mina, una novela que no sólo no era ingenua, sino que terminó
siendo una gran novela de anticipación. Solamente dos años después de su
publicación, en 1962, tuvo lugar en las minas de Asturias la primera gran
huelga obrera que hizo tambalear los pilares de la dictadura franquista. Parece
que López Salinas no iba tan mal encaminado como nos hizo creer la crítica.
Más recientemente hemos conocido un caso similar. Cuando
Belén Gopegui publicó en 2007 El padre de
Blancanives, la crítica volvió a hacer gala de su miopía ante otra gran
novela de anticipación. La novela de Gopegui está protagonizada por unos jóvenes
que buscan emprender una lucha política en las relaciones mismas de producción.
El objetivo de su lucha consistía en hacer política en el puesto de trabajo y
tratar de transformar el mundo desde el lugar en el que se producen las
mercancías. Su propuesta nada tenía que ver con la lucha obrera tradicional. Para
llevar a cabo su acción política, los personajes, fuera de partidos políticos y
sindicatos, se reunían en asamblea, en una estructura organizativa horizontal,
verdaderamente democrática. La crítica, además de lamentar el modo en que Belén
Gopegui sacrificaba su talento al poner la literatura al servicio de una causa
política, de hacer de la literatura un sermón, acusó a la escritora de
nostálgica, de hablar de una juventud que ya no existía, de estar cometiendo un
anacronismo al hacer pasar como un acontecimiento del presente una forma de
organización política que había desaparecido en la década de los setenta. Pero como
ocurrió con La mina, la crítica
volvió a quedar en evidencia y El padre
de Blancanieves demostró que una buena novela, con capacidad de análisis y
lucidez, puede anticipar el futuro: cuatro años después, tuvo lugar el 15M,
cuya forma de organización se asemeja mucho a la que mostraba Gopegui en su
novela. No es que los jóvenes de Sol hubieran leído El padre de Blancanieves y, para organizarse, se inspiraron en los
personajes que habitaban sus páginas. No. Simplemente en la novela de Gopegui
estaba el germen, el malestar de una sociedad que empezaba a buscar la política
en otras partes, a hacer política en otro lugar, situándose en los márgenes de
los centros de poder. Belén Gopegui lo buscaba en la literatura y la ciudadanía
lo encontró en las plazas. Supo anticiparse y advertirnos que «la catástrofe se
acerca: están dispuestos a arramblar con todo».
¿Puede la literatura cambiar el mundo? Quizá es el
momento de plantearnos si acaso la pregunta está mal formulada. Porque la buena
literatura, si no es capaz de abrir el futuro, al menos tiene que trabajar para
anticipar el mundo que vendrá. Para que sus lectores estén alerta y puedan
saber lo que les espera. Lo que nos espera.
David Becerra Mayor / Publicado en el número 11 de La Marea, 2013, págs. 56-57.
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