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martes, 18 de noviembre de 2014

La miseria no forma parte del folclor. El betunero de Nebot

Una vez desencadenada la polémica alrededor de la estatua del niño betunero de Guayaquil, con la que se fotografió con gesto complaciente el alcalde Nebot hace unas semanas, lo más sorprendente fue sin duda el modo con que la derecha pretendió legitimar la construcción de la misma. Para responder a la crítica del presidente Correa –“la miseria y la explotación no forman parte del folclor”–, la derecha trató de defenderse con unos pobres argumentos que, sin embargo, tenían algo de verdad, pero mucho de tergiversación.
Parecía como si de pronto la derecha se hubiera puesto a leer a Brecht, y aun a Lukács, para reivindicar un arte proletario. Sus argumentos parecían bien traídos: la escultura constituía, decían, un homenaje a la historia de los guayaquileños que, contra la adversidad, fueron capaces de salir adelante con esfuerzo y espíritu de superación.
Era un homenaje a los oprimidos e incluso, podríamos decir, llevando hasta el extremo sus argumentos, que era un tributo a la clase trabajadora, casi siempre olvidada cuando se celebran las gestas históricas nacionales. Por medio de este discurso, acusaban a quienes se oponían o mostraban rechazo a la estatua del niño betunero de querer borrar la historia, de pretender olvidar un pasado de miseria y pobreza que sin embargo había existido.
Si la derecha hubiera leído a Marx hubiera esgrimido que en El Capital se dedica un apartado entero a la legislación sanguinaria contra los expropiados, donde se nos habla de cómo el capital necesitó construir un mundo del hampa, un lumpenproletariat, para constituir un ejército de reserva que hiciera descender los salarios. El niño betunero fue una víctima de la explotación en el proceso de acumulación capitalista y es de justicia homenajearlo, nos dirían si hubieran leído a Marx.
Entonces, ¿cuál es el problema?, ¿por qué tanto recelo hacia la escultura, tanta polémica en torno a ella, si la derecha, según sus argumentos, parece apostar por un arte proletario?
El problema es que sus argumentos son falaces y que, como decíamos, tienen algo de verdad, pero también tienen mucho de tergiversación. El problema de la estatua del betunero es que nos convierte en cómplices: nos invita a sentarnos frente a ella y a asumir el gesto clasista de quien espera que se ponga de rodillas quien trabaja para él. La estatua la completa quien la contempla, quien se sienta en ella y reproduce, con su acto performativo, una relación laboral basada en la servidumbre. El problema de la estatua del betunero es que invita, a quien la contempla, a establecer una relación complaciente con un pasado en el que la explotación infantil estaba a la orden del día, promoviendo una visión romántica de aquellos tiempos de donde se extrae la escena.

No hay rastro de suciedad en el trabajo que el betunero desarrolla y esta limpieza nos hechiza como espectadores, obligándonos a mantener una posición a-crítica delante de ella; en vez de horrorizarnos, de interpelarnos para que rechacemos la explotación, la estatua del betunero nos provoca una sonrisa de complacencia y complicidad. Y aquí está el problema.
Claro que habría que poblar las ciudades de estatuas que representen el trabajo y la explotación como la del niño betunero, llenar las calles de homenajes a una clase obrera sobre cuyas espaldas se construyó el país, de los cholos que viven violentamente en Los que se van, de los indios desplazados en Huasipungo, de los obreros que murieron en Las cruces sobre el agua.
Las calles de las ciudades deberían homenajear a sus héroes silenciados. El niño betunero es uno de esos héroes, pero le han robado su dignidad, convirtiéndolo en parte del paisaje. El artista urbano Bansky ha pintado recientemente, en una escalera, a un niño que bien podría ser un betunero de Guayaquil. Viste harapos, calza unos zapatos roídos por el tiempo, está mugriento y su mirada apenas logra ocultar su tristeza. Al lado tiene un cartel que dice ‘no me ignores’.
A diferencia del betunero de Nebot, el niño de Bansky no nos hace sonreír, ni siquiera deja asomar una mueca de condescendencia, nos eriza la piel y el espanto nos activa política y socialmente, eleva nuestra conciencia. Reclama que tomemos partido.
El arte urbano debe intervenir, en la ciudad y en nosotros para cambiar nuestras calles, pero también para cambiarnos a nosotros mismos cuando las cruzamos, cuando paseamos por ellas.
El arte debe empoderarnos como ciudadanos, no reproducir y normalizar el clasismo de otras épocas. Se trata de levantar estatuas que en vez de hechizarnos, nos reten a ser una parte activa de la transformación social; estatuas que nos recuerden quiénes somos y dónde vivimos, que hagan justicia a nuestra memoria histórica, que no borren la huella de explotación y de miseria que llevamos tatuada en la piel, que requieran nuestra atención no para alegrarnos el paseo, sino para que no olvidemos el pasado, para que combatamos la injusticia, no para que nos fotografiemos con ella.

David Becerra Mayor // Publicado en El Telégrafo  (14 de noviembre de 2014), pág. 26.

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