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martes, 2 de junio de 2015

Abrazos

«Nosotros considerábamos que la pieza capital de esta Política de Reconciliación Nacional tenía que ser la amnistía. ¿Cómo podríamos reconciliarnos los que nos habíamos estado matando los unos a los otros, si no borrábamos este pasado de una vez para siempre»: son palabras pronunciadas por Marcelino Camacho, el 14 de julio de 1977, el mismo día que se constituyeron las Cortes Constituyentes.

Han pasado casi cuarenta años de aquello. Hoy España vive una crisis de régimen que hace imprescindible cuestionar el mito fundacional de nuestra democracia: la Transición. Sin embargo, el cuestionamiento del «relato de la Transición» debe hacerse desde el rigor, o no correrá sino el riesgo de convertirse en un nuevo «relato», en un nuevo mito. Las palabras de Marcelino Camacho pueden servir, una vez sacadas de contexto, para construir un relato donde los comunistas contribuyeron a la política de silencio y olvido que ha sido el pecado original de la democracia. La política de Reconciliación Nacional –se puede inferir de sus palabras, así descontextualizadas– convertiría al PCE, igualándolo a los partidos que conformarán el «régimen del 78», en responsable y aun cómplice de la amnesia nacional. Mirando solo hacia el futuro y olvidando el pasado.

Es preciso que no enfrentemos el relato con más relato, sino con Historia. ¿Cómo? Atendiendo a la correlación de fuerzas y a la concreta coyuntura histórica. Porque el PCE, partido que hegemonizó la oposición al franquismo, tuvo fuerzas para tumbar el régimen pero no las suficientes como para construir una verdadera democracia. Esa es la correlación de fuerzas que Manuel Vázquez Montalbán denominó, acaso irónicamente, «correlación de debilidades». Los comunistas tuvieron capacidad para lograr la amnistía de presos políticos, pero no para impedir que el franquismo garantizara con ella su impunidad. «Se podría decir –como apunta la historiadora Carme Molinero–: ¡qué inocentes!, les estaban colando la impunidad de los responsables y agentes de la dictadura por los crímenes cometidos a lo largo de tantos años. Es cierto, pero puede ser considerado ahistórico en el sentido de que aquella no era una prioridad de 1977, como tampoco lo era en 1965. Para los actores políticos de aquel momento la cuestión fundamental no era mirar el pasado; necesitaban todas las energías para construir el futuro».

Es necesario acudir al contexto para que el relato –el viejo y el nuevo– no se imponga sobre la Historia. Por este motivo resulta tan necesario y fundamental Argentina contra Franco, el nuevo libro de Mario Amorós, que publica la editorial Akal en su colección «A Fondo», dirigida por Pascual Serrano. Un libro que nos habla de la posibilidad de la ruptura: no de enfrentarnos a la Transición con un nuevo relato, sino rompiendo políticamente con ella. La «Querella Argentina» contra Franco abre, por primera vez, la veda para que los crímenes del franquismo se sometan a un proceso judicial que ponga fin a la impunidad hasta ahora disfrutada. Como afirma Mario Amorós, todo cambia el 14 de abril de 2010 con la «Querella Argentina», que ha de «poner fin al blanqueamiento histórico de la dictadura, la relativización de sus crímenes y la exaltación de sus supuestos logros». El fin de la impunidad del franquismo puede constituir la ruptura democrática necesaria que no pudo alcanzarse en la Transición.

Pero, ¿cuáles fueron los crímenes del franquismo que todavía hoy viven bajo impunidad? El libro de Mario Amorós los describe detalladamente a través del testimonio de los torturados por la policía franquista. Los recuerdos de todos ellos se dirigen a un mismo lugar: la Puerta del Sol, donde se encontraba la Dirección General de Seguridad y la Brigada Político-Social. Como recoge Amorós, «todos los testimonios lo describen como un lugar sórdido, tétrico, oscuro, evidentemente destinado a causar terror entre los detenidos, a prepararles para lo que les aguardaba en los interrogatorios, que tenían lugar en el primer piso. Las condiciones existenciales eran verdaderamente penosas. La mayoría de celdas no tenían retrete, sino un simple e inmundo agujero. Había una colchoneta envuelta en hule, muy sucia, y unas mantas que prácticamente caminaban por las cucarachas e insectos que alojaban. Estaban iluminadas tenuemente durante las 24 horas del día, de tal modo que los presos perdían el sentido de la orientación y además los policías podían verles en cualquier momento del día. Los detenidos apenas podían intuir la hora por el tipo de comida que les servían, alimentos espantosos que llegaban en un plato de estaño o aluminio y que normalmente rechazaban, convencidos de que iban a sentarles mal. La mayoría solo tomaba agua durante la detención».

En la Puerta del Sol los detenidos eran interrogados y torturados, sin la presencia de un abogado. Los tipos de tortura eran variados, desde «la botella borracha» («te rodeaban entre seis u ocho agentes de la Brigada Político-Social y te golpeaban de manera brutal [con] una mezcla de odio, crueldad y sadismo») hasta otras prácticas denominadas «la bañera», «la barra», «el pato», pasando por «el número de la pistola», que consistía en colocarle al detenido el arma en el pecho o la cabeza y disparar en falso. Tortura física y psicológica a la par.

En la Puerta del Sol, donde hoy se asienta la Presidencia de la Comunidad de Madrid, estuvo la Dirección General de Seguridad y la Brigada Político-Social. Sus paredes han visto demasiado, pero parece que también han perdido la memoria. Dicen que las paredes hablan, pero estas también han asumido el pacto de silencio: ni una placa recuerda lo que sucedió en el interior de ese edificio, ni una sola palabra homenajea a quienes se dejaron el cuerpo y la vida luchando contra una dictadura para traer la democracia a este país.

Todo el mundo se llena la boca con la palabra «democracia», pero se tiende a olvidar que para vivir en libertad los muertos y los torturados los pusimos los comunistas. La ausencia de sus nombres escritos en la ciudad duele. Como duele este libro que ha escrito Mario Amorós, cuando nos describe el terror sufrido por los luchadores antifranquistas. Duele incluso más cuando se reconoce que entre los torturados se encontraban personas con las que hoy convivimos, compartimos actos, charlas, amistades. Así que, queridos lectores, cuando os encontréis a Willy Meyer –tan injustamente denostado en los últimos meses por los medios de producción de las palabras– dadle un abrazo; cuando os encontréis a Julia Hidalgo, dadle un abrazo; cuando os encontréis al histórico dirigente Víctor Díaz Cardiel, dadle un abrazo. Nuestro abrazo no será solo un gesto de ternura, será un modo de recordarles que no se encuentran solos ante la Historia.


David Becerra Mayor // Mundo Obrero, nº 282 (marzo, 2015). Fuente: http://www.mundoobrero.es/pl.php?id=4724

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