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martes, 2 de junio de 2015

Hacia la bibliodiversidad. Notas para un cambio en la política cultural (2)



Hacer la Revolución es tratar de transformar la sociedad a partir de la correlación de fuerzas existente. Vivir la pesadilla de una larga noche neoliberal, de la que todavía no nos hemos despertado, tiene sus consecuencias. La hegemonía capitalista no solo se materializa en la lógica de acumulación y concentración del capital, en los llamados ajustes y reformas en nombre de la austeridad, en la privatización de los servicios públicos, en la acumulación por desposesión –que diría Harvey–, sino también en nuestro inconsciente, cada vez más colonizado por la ideología del capitalismo avanzado. La lógica cultural capitalista nos ha llevado a concebir la cultura en términos de autonomía respecto a la sociedad y el Estado y, en consecuencia, se ha instalado en la sociedad, como una suerte de sentido común, que no hay que regular la cultura, sino dejarla fluir libremente. Claro que de autonomía, nada; más bien una estrecha dependencia de las leyes del mercado: solo existe, también en lo cultural, aquello que vende. Solo vende aquella mercancía cultural –valga el oxímoron– que tiene detrás un gran grupo que le permite abrirse camino en la selva del mercado.
            Si hacer la Revolución es tratar de transformar la sociedad a partir de la correlación de fuerzas existente, hay que reconocer que a esta batalla llegamos debilitados. Por esta razón, cuando nos planteamos una política cultural, enmarcada en un horizonte de transformación post-capitalista, o al menos post-neoliberal, debemos asumir con qué fuerza llegamos, qué capacidad de cambio real tenemos, para evitar futuras frustraciones. Hay que asumir que en una primera fase revolucionaria, la socialización de los medios de producción de las palabras será imposible. Es por ello que tenemos que traducir nuestro potencial transformador en medidas concretas, en acciones que puedan realizarse de forma inmediata una vez alcanzado el gobierno (que no el poder). Si no podemos cambiar la titularidad –de privada a pública– de los medios de producción habrá que intentar regular el mercado cultural para tratar de contrarrestar la hegemonía de quienes hoy dominan ese sector llamado «cultura». Como decía el teórico del socialismo del siglo XXI Michael Lebowitz, «no se trata simplemente de un cambio en la propiedad de las cosas; se trata de algo mucho más difícil: cambiar las relaciones de producción, las relaciones sociales en general».
            ¿Cómo se cambian las relaciones sociales en el ámbito de la cultura? Antes de responder a la pregunta formulada, acaso habría que sentar cuáles son los problemas que habría que corregir en el sector. Uno de los problemas acaso más acuciantes a resolver sea el déficit de pluralidad cultural existente, debido a que –como ya señalábamos en el artículo anterior [ADE-Teatro, nº 125 (diciembre, 2014)]– la decisión entre aquello que se lee y lo que no se lee se concentra cada vez en menos manos. Este hecho merma la pluralidad de la sociedad y perjudica su salud semántica. Además, cabe añadir, los mismos dueños de las editoriales controlan también, directa o indirectamente, las páginas culturales de los diarios y sus suplementos de cultura, a través de participar con capital en su sustento, bien por la vía de acciones, bien por la introducción de publicidad en sus páginas, que es lo hace sostenible el proyecto. Esta situación no favorece a la libertad de elección en un mercado hegemonizado por el gran capital. Lo mismo ocurre en el cine, donde las carteleras ofrecen apenas un resquicio de pluralidad, ocupadas en su mayoría por grandes producciones, casi siempre venidas de Hollywood.
            ¿Cómo resolver este problema? Mediante leyes o incentivos. De entrada, no va a ser posible socializar editoriales ni cines ni distribuidoras, pero sí legislar a favor de la pluralidad cultural y, por ende, a favor de los receptores –que han de dejar de ser meros consumidores– de la cultura. Se trataría de incentivar a –por ejemplo– librerías para que en sus escaparates, mesas de novedades, y aun en su fondo, tuvieran un porcentaje concreto de libros publicados por editoriales independientes. En la selva/mercado capitalista solo el más fuerte sobrevive; para que la cultura no sea una selva sino un espacio plural y desmercantilizado hay que proporcionarle a los más débiles –esto es, quienes no están impulsados por grandes grupos editoriales– garantías para que puedan asomar con éxito la cabeza. Esto garantizaría que las editoriales del gran capital no absorbieran todo el mercado, no acapararan toda la oferta.
Decíamos que este objetivo se puede lograr por la vía legislativa o por medio de incentivos. La primera opción, tal vez más agresiva, obligaría por ley a que librerías reservaran un espacio, en sus fondos, mesas y escaparates, a libros que no provienen del gran capital. Es complicado, ya que implicaría la existencia de controles físicos, hoy inviables, al no poder informatizarse ese dato (como sí ocurre, por ejemplo, en las proyecciones de cine). La segunda, en cambio, incentivaría a que siguieran la sugerencia, a través de publicidad gratuita o ayuda en recursos para la organización de actividades con autores en la librería.
En el nuevo escenario que hemos de ir construyendo de mayor pluralidad cultural, se debe lograr un compromiso, por parte de quienes diseñan la parrilla televisiva y radiofónica, de establecer una programación cultural adecuada y cuidada que contemple, como código innegociable, la pluralidad. Los medios de comunicación, tanto públicos como privados, deben garantizar que se de igual visibilidad a contenidos procedentes de los grandes grupos editoriales como a pequeñas editoriales independientes. Lo mismo se puede aplicar a las ferias internacionales, cuyos espacios hoy están totalmente mercantilizados, y se ofrecen a precios que solo los grandes grupos pueden pagar. Parece que la mano invisible del mercado cultural acaricia a unos mientras a otros les azota. Este problema solo se resuelve por medio de una «Ley antimonopolio en el ámbito cultural» que habría que empezar a trabajar en ella y a desarrollarla. 
Hay que trabajar para una verdadera pluralidad cultural, para tener un país en verdad bibliodiverso. Para ello, no podemos descartar tampoco –y para evitar que estas propuestas sean de verdad propuestas y no meras ocurrencias hay que trabajarlas políticamente– la voluntad de construir una red de librerías públicas. No es tan descabellado ni siquiera tan radical. En México, las librerías del Fondo de Cultura Económica lo son y han creado las mejores librerías del mundo hispanohablante. 
Se nos puede argüir –y no sin razón– que con esta propuesta, con propuestas de este calado, poco se contribuye a convertir la cultura en un instrumento de transformación social, a resignificar la cultura, que nuestra propuesta solo busca proteger la cultura en términos generales sin hacer distinción entre aquella que busca intervenir en el espacio público y aquella otra que vive, como hasta ahora ha sido la cultura dominante, ensimismada en sí misma. Y es verdad. Decía Yanis Varoufakis, flamante ministro de finanzas griego, que Syriza había venido a salvar al capitalismo de sí mismo. Acaso nosotros, en esta primera fase de transición post-neoliberal, no estemos planteando otra cosa: salvar la cultura del capitalismo, para transformarla.


David Becerra Mayor y Alfonso Serrano, ADE Teatro. Revista de la Asociación de Directores de Escena de España, nº 155 (abril-junio, 2015), págs. 6-7.

1 comentario:

  1. Tanto este como el primer artículo son muy interesante. Abordan cuestiones que, si todo va bien y se produce el añorado cambio político, deben estar sobre el tapete. Por hacer una pequeña crítica, en líneas generales ambos textos son quizás demasiado ""manuales de combate", por decirlo del algún modo, y poco analíticos. No estaría mal un buen estudio sobre el tema ;) Aquí tienes un lector de "La novela de la no-ideología" que disfrutaría de él.

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