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lunes, 27 de julio de 2015

El consenso o la lógica cultural de la democracia española

En las últimas décadas se ha instalado en España, como una suerte de sentido común, que la cultura ocupa un espacio diferenciado, autónomo, regido por sus propias normas, al margen de la política y la sociedad. En este escenario, la cultura solo rinde cuentas ante sí misma y nadie debe exigirle que intervenga, que reflexione sobre lo común, que cuestione la realidad en la que nace y se consume, que interpele al ciudadano para tratar de transformar el estado de las cosas. Estas prácticas, dirán, pertenecen al pasado, nos devuelven la imagen, ya amarillenta, del intelectual orgánico que con un aséptico estilo realista ponía la cultura –la literatura, el cine, la pintura– al servicio de la política, haciendo un flaco favor al arte, que se malograba por el camino. Esta idea se ha vuelto dominante en nuestros días, pero lo cierto es que no es más que una mistificación ideológica, pues hoy la cultura interviene más que nunca, salvo que no lo hace para cuestionar las relaciones de poder, sino para legitimarlas.
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La cultura española de las últimas décadas no ha hecho otra cosa que intervenir, celebrando y apuntalando el valor del consenso como elemento constitutivo de la estabilidad política de la España post-franquista. Sobre la configuración de la cultura del consenso, trata el libro de Luisa Elena Delgado, La nación singular. Fantasías de la normalidad democrática española (1996-2011) (Siglo XXI, 2014)*. Desde la metodología de los «estudios culturales», y en diálogo con teóricos como Rancière, Espósito o Žižek, Luisa Elena Delgado, profesora de Literatura española de la Universidad de Illinois, propone en las páginas de su ensayo un cuestionamiento de la lógica cultural de la democracia española. A través del análisis de novelas, películas, de tiras cómicas o artículos de opinión publicados en prensa, anuncios televisivos e incluso del análisis de las lecturas que se hicieron tras el Mundial del fútbol de 2010 del que salió victoriosa la selección española, nos ofrece un magnífico fresco sobre el papel que ha representado la cultura en la España post-franquista, en su función de construir y legitimar una pretendida –o mejor: fantasiosa– normalidad democrática.
La Cultura de la Transición
Todo empezó acaso con la Transición, con la configuración de lo que se ha denominado –el éxito del sintagma se lo debemos sin duda a Guillem Martínez– la Cultura de la Transición (CT). Para superar viejos conflictos y cerrar las heridas del pasado, la democracia española se construyó sobre la idea del «consenso». El sentido común de la época revelaba la necesidad de limar asperezas, de dejar de lado particularismos y excentricismos por «el bien de todos», porque solo remando conjuntamente era posible construir un futuro de prosperidad, progreso y modernidad. Y la cultura –que en absoluto es un discurso autónomo por mucho que se empeñen en ello sus mistificadores– empezó a calentar motores para legitimar discursos que cohesionaran a la sociedad española, borrando sus diferencias históricas y culturales y demonizando sus disidencias internas.
Para lograr la estabilidad y la normalidad democrática, el centro –geográfico, pero también político– necesitaba alcanzar acuerdos con la periferia. Pero lo cierto es que no hay consenso democrático cuando la otra parte no se reconoce como legítima, y finalmente se impone, como falso consenso, la visión del mundo que representa el centro, que se ve con la legitimidad de representar el todo, aunque exista una parte muy significativa de la sociedad que no se sienta en absoluto representada en ese todo. El centro se apresura, pues, a negar al otro, a la parte que no se reconoce en el todo, a borrarlo, a cuestionar su legitimidad como parte constitutiva del todo.
La cultura, lejos de subrayar la heterogeneidad del Estado español y celebrar su pluralidad, se ha encargado de borrar los particularismos que, desde el centro, se observan como elementos que hacen peligrar la normalidad democrática. Luisa Elena Delgado señala en La nación singular el modo en que las películas cuya acción transcurre en Cataluña –y pone como ejemplo Todo sobre mi madre, de Pedro Almodóvar– se construyen sobre una borradura de la diferencia, de lo particular, cultural y lingüístico; si bien en ésta u otras películas puede aparecer, sin que ello provoque una distorsión, un personaje que hable con acento canario e incluso en inglés, es raro escuchar, aunque la acción se desarrolle en Barcelona, a alguien hablando en catalán o con acento catalán, más allá de dos fugaces y anecdóticos «adéu». Almodóvar es solo un ejemplo, apunta Delgado, de cómo se borran las lenguas periféricas peninsulares y se neutralizan ciertos acentos en la producción cultural dominante española.
La función de la cultura en la España post-franquista no ha sido otra que la de construir la fantasía de un estado normalizado, es decir, según la definición que propone Luisa Elena Delgado en La nación singular, «la idea de un Estado democrático sin antagonismos internos, con desacuerdos siempre consensuables» que «va ligada en España a la de una identidad nacional sana, esto es, coherente y cohesiva, unida en sus objetivos y en su capacidad de defenderse de los elementos extraños que amenazan su estabilidad». Todo aquello que no encaje dentro del supuesto consenso será visto como una amenaza contra la estabilidad política y social, y en consecuencia será demonizado, sea el 15M, las movilizaciones ciudadanas que son rápidamente criminalizadas o el «desafío secesionista», que es así como han definido el «derecho a decidir» aquellos que han patrimonializado lo que debe ser aceptado. Desde esta lógica, se denuncia lo que no encaja dentro del consenso y se define como factor de crispación y, por lo tanto, como potencial elemento disruptivo.
El papel de la cultura, ni neutral ni inocente
Los elementos disruptivos deben ser cohesionados, adheridos a lo que se considera «la normalidad». El papel de la cultura, en este contexto, no ha sido neutral ni inocente; muy al contrario, la cultura ha asumido la función de suturar los elementos disruptivos. La cultura ha sido el pegamento necesario que ha permitido cohesionar lo que podía llegar a fracturarse. O dicho más claramente por Luisa Elena Delgado: «la cultura se entiende como el hilo que tiene que servir para suturar la herida de la desunión y curar la patología de la desafección nacional». Y, cuando no ha sido posible la adhesión, se ha identificado al otro como el enemigo que pone en peligro la democracia en España. Esta lógica, como se explica en La nación singular, parte de la «fijación obsesiva con una otredad en reacción a la cual (a favor o en contra) se organizan nuestras propias acciones». Todo el discurso –y la acción política que del discurso deriva– termina organizándose en función de la actuación de quien se ha tildado de enemigo. Los particularismos, todo aquello que no se integra en la lógica del consenso, «se interpreta siempre como un cáncer de la nación cohesionada y funcional», argumenta Delgado
Frente al fetichismo del consenso, mito fundacional de la democracia que se presenta como el remedio para todos los males, y siempre que existe una crisis institucional se termina apelando al consenso, Luisa Elena Delgado propone en La nación singular que la construcción de una sociedad en verdad democrática no debe levantarse sobre la lógica del consenso. El consenso elimina la otredad y expulsa los particularismos en nombre de una mistificada comunidad, siempre estática, pura y sin tensiones. Toda comunidad, al contrario, es siempre conflictiva y el reconocimiento del conflicto es el primer paso para la construcción de una auténtica sociedad democrática. Frente a la lógica del consenso, Delgado propone el disenso como elemento constitutivo de la democracia. Estas son sus palabras: «la discrepancia, lejos de constituir una fractura que debe ser soldada para preservar la cohesión social y nacional, apunta precisamente a la cualidad esencial de la democracia, que consiste en la posibilidad de cuestionamiento de las formas de compartir, dividir, adjudicar y relacionarse dentro de lo común».
Una nueva forma de entender la democracia
La nación singular no es solamente un libro que analiza la cultura del consenso en la España post-franquista; además propone una nueva forma de entender la democracia, no como la borradura del otro, o en cualquier caso su asimilación por el todo, sino como el reconocimiento de la diferencia en una comunidad no mistificada, sino en permanente conflicto, en movimiento, en constante diálogo con las partes que conforman el todo. Para Delgado el disenso –y no el consenso– constituye la verdadera esencia de la democracia. De forma mucho más clara que la nuestra queda expuesto en La nación singular:
«…la expresión “democracia consensual” pone en relación dos términos contradictorios, que corresponden a dos lógicas muy diferentes. La lógica del consenso entiende la comunidad como resultado natural de una forma común de ser, la suma de todas las partes de un todo. Bajo ese prisma, la identificación con el todo es la única forma de “ser en común”, y esa forma a su vez está siempre mediada por el estado. La lógica del disenso, por el contrario, sostiene que la democracia implica un debate abierto sobre lo que constituye lo común y la división del todo. En efecto, la comunidad democrática no se puede dar nunca por cerrada, como constituida de forma permanente. Antes al contrario, tiene que existir la posibilidad de que en ella quepan formas singulares de pertenecer a ella. A la vez, la pertenencia a una comunidad no puede excluir la realidad del litigio político, ni de un antagonismo que tiene que ser reconocido y negociado. Esto implica una forma de entender la comunidad, que no se define en base a una delimitación constante de “lo nuestro”, ni en la convergencia y la cohesión ni en la aspiración siempre frustrada a la plenitud del todo. La comunidad en su sentido más democrático debe entenderse como relación transversal, como movimiento que nos pone en contacto con lo que queda fuera de nosotros, con lo que evidencia una falta que nos constituye, pero también nos relaciona con otros».
La nación singular de Luisa Elena Delgado es, pues, un libro necesario para reflexionar sobre lo que verdaderamente entendemos por democracia en un momento destituyente como el que vive España desde el 15 de mayo de 2011. Si lo llaman democracia y no lo es, si no nos representan, como gritaron las plazas, es porque una parte significativa de la sociedad no se veía reconocida como parte en un todo que fue colonizado por las élites de este país. La construcción de una nueva sociedad, más abierta, más dinámica, que no niegue el conflicto sino que lo politice, necesita desprenderse de la idea del consenso, mistificada por la cultura de la Transición, y empezar a operar con otras categorías como el disenso. Porque sin disenso, sin debate, sin el reconocimiento del otro, sin participación de la ciudadanía activa, no hay posibilidad de vivir en democracia. Lo llamarán democracia, pero no lo será.

David Becerra Mayor // Crónica Popular (20/08/2015). Fuente: http://www.cronicapopular.es/2015/07/el-consenso-o-la-logica-cultural-de-la-democracia-espanola/

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