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miércoles, 24 de junio de 2015

Entrevista a Abdón Ubidia

Un paseo por los territorios de la literatura ecuatoriana: cuando el canto se convierte en llanto

 

Abdón Ubidia (Quito, 1944) es novelista, cuentista y ensayista. Es uno de los escritores más representativos de la literatura ecuatoriana actual. Organizado por la Agregaduría de Cultura de la Embajada de Ecuador en España, Ubidia ha impartido en el Museo de América de Madrid un seminario sobre literatura e historia ecuatoriana durante tres semanas. El autor de Ciudad de invierno (Alfaguara, 2014) o Sueños de lobos (Txalaparta, 2002) ha invitado a recorrer al público asistente la historia de Ecuador a través de las páginas más significativas de la novela ecuatoriana. El objetivo que se perseguía –y sin duda se ha cumplido– era crear una narrativa de narrativas de Ecuador.
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Aunque quince años antes Miguel Riofrío había publicado ya La emancipada (1863), se suele considerar que la literatura ecuatoriana se inaugura con Cumandá de Juan León Mera, de 1879. El poeta y también novelista ecuatoriano Jorge Enrique Adoum dice, sin embargo, que la literatura ecuatoriana no empieza con Cumandá sino contra Cumandá, porque si bien es esta una novela donde el mundo ecuatoriano aparece retratado por primera vez –la selva amazónica, el indio, etc.– este se mira desde una óptica europea, se observa con una mirada colonizada, podríamos decir; se idealiza la selva y se describe de una manera casi bucólica. Incluso se ha dicho que Cumandá no es sino una copia de Atala de Chateaubriand. ¿La literatura ecuatoriana empieza con Cumandá o contra Cumandá, en tu opinión?
En esta ocasión, lamento discrepar con el concepto que mantiene Jorge Enrique Adoum de Cumandá, de que solo es una novela europea o europeizante. Nadie le puede quitar cercanía con la tradición europea, pero cuando hacemos un ejercicio de literatura comparada vale más bien señalar las diferencias que no las semejanzas. Las diferencias son bien significativas y hay que tomarlas en cuenta. Las semejanzas de Cumandá y Atala son obvias, inclusive en cuanto se refiere a sus intenciones. En apariencia, al menos, Cumandá es una obra escrita para probar lo mismo que su famosa antecesora: que la realidad material no cuenta frente a la espiritual, que el cristianismo es una exigencia imperiosa para poner orden en el mundo de los indios; que el amor casto es el amor ideal. Mas, ciertamente, una lectura seria de Cumandá no se agota en estas semejanzas. Ahora que ya han pasado más de cien años de su publicación es posible ensayar una lectura comprensiva de Cumandá, una lectura histórica, una lectura que la explique, que la sitúe en el preciso marco histórico en el que nació. En mi opinión, para reconocer la singularidad de Cumandá y no verla simplemente como un calco de Atala, es necesario acudir a la base real de la novela, a su carácter histórico, que es central en la novela: el levantamiento indígena de Columbe y Guamote de 1803 (que Mera, al igual que otros historiadores de su generación, sitúa equivocadamente en 1790), con el que arranca la novela. Cumandá se escribe cuando ha ocurrido otro levantamiento, entre 1871 y 1872. Ambos levantamientos dialogan de alguna manera en la novela de Mera. La novela Cumandá se reparte entre dos escenarios: un escenario serrano en el que ocurren hechos ligados a la región indígena, como son las sublevaciones indígenas que allí tuvieron lugar. El hacendado Domingo Orozco pierde a su familia y entiende que en parte se debe al trato despótico que le dio a los indios. Cuando la novela se traslada del escenario serrano al escenario de oriente de la selva ecuatoriana, se redefine la historia maldita y el cruel hacendado pasa a ser santo misionero y el jefe de la rebelión india, un salvaje al que hay que catequizar. En estos traslados uno puede ver muchas cosas más que lo que aparentemente es una reproducción de la literatura europea.
León Mera fue garciano [partidario de García Moreno], fue cristiano y un conservador convencido, pero fue también un escritor honesto. Juan León Mera también amaba a los indígenas, con quienes se crió en una pequeña finca arrendada por su tía. Cumandá es un cuento desgarrado. En el conservadurismo hay unas ganas de negar la realidad objetiva, pero para negar la realidad objetiva hay que contarla. Porque si bien no hay literatura que sea capaz de captar total, “realmente” la realidad; tampoco hay literatura que pueda escapar eficazmente de ella, callarla u ocultarla. En ese desgarro se puede leer la realidad histórica de la novela. Juan León Mera era muy consciente de que él estaba situado en una época histórica en la que el Estado nacional se formaba. Mera fue el autor de la primera novela extensa –la novela de Miguel Riofrío era una novela breve y además fue desconocida durante muchos años–; Mera es el autor de la primera antología de cuentos propios y autor de la primera antología de la poesía quichua. Además de ser el autor de la letra del himno nacional. A pesar del execrable conservadurismo, su garcianismo, hay una mentalidad honesta de quien sabe situarse –y no todos saben– en un momento histórico clave, pero también nota sus propios desgarramientos ideológicos.

Has hecho referencia a la construcción del Estado nacional. En el seminario de literatura que acabas de impartir en Madrid, señalabas que A la costa de Luis A. Martínez, de 1904, es una novela que, acaso para legitimar el proyecto de construcción del Estado-nación ecuatoriano, convierte al mestizo en protagonista, como si representara el mestizo la identidad más adecuada para el nuevo Estado que se está constituyendo, como si el mestizo fuera el representante de la esencia del ser ecuatoriano, la metonimia del nuevo hombre ecuatoriano que tendrá que ser protagonista en la construcción del nuevo Estado nacional. ¿Cómo pasa a ocupar el mestizo esa posición central en la configuración de la nueva sociedad?
El hecho concreto es que la Revolución liberal fue hecha por mestizos, pero también hay que señalar que en toda la colonia hubo una especie de condena al mestizo. Hay muchas leyendas donde el mestizo aparece como malo y el blanco como bueno. Sin embargo, ¿qué es lo que había ocurrido? Los mestizos fueron los que lucharon por la Revolución liberal y, mal que bien, esos descendientes de la “raza maldita”, los engendros de esas dos “razas malditas” –el negro y el indio–, protagonizaron el triunfo de la Revolución. A partir de este momento empieza a haber un canto al mestizo –recordemos por ejemplo “la raza cósmica” del mexicano Vasconcelos.
A la costa se sitúa en un momento de reafirmación del Estado nacional, en los años en que ocurría la Revolución liberal, que permitió que se lograra una cantidad de transformaciones y reformas que en esos años todavía nadie había hecho: laicismo, divorcio, etc. A la costa es un canto al mestizaje. Es la primera novela realista que ya no le debe nada al romanticismo ni al costumbrismo europeo. A la costa empieza a fundar el realismo social latinoamericano. Es una novela que además legitima, de alguna manera, la construcción del Estado nacional. Para el Estado nacional necesitamos primero un territorio nacional. Entonces, qué hay que hacer: unir las regiones. ¿Cómo? Eso que el hace en la novela, con un protagonista que viaja de la sierra a la costa, lo está haciendo el ferrocarril, la infraestructura más compleja de Eloy Alfaro. Para constituirse el Estado nacional había que unir el territorio; en la literatura también, aunque fuera de modo simbólico. Pero, obviamente, necesitas un habitante para el nuevo Estado. Pero, ¿quién será ese nuevo habitante? Por un lado tienes al indio, por otro al blanco; por un lado los que tienen todo, por otro los que no tienen nada. ¿Cómo resolver esas contradicciones? Inventan al mestizo como redentor de los oprimidos. Entonces, el mestizo obtiene el poder con la Revolución liberal, pero una vez que ha sido previamente ya cantado como el habitante real, necesario, del futuro, en tanto que el mestizo representa la posibilidad de resolver todas las contradicciones generadas en el pasado. El protagonista de A la costa, conservador, caracterizado como blanco y ojiazul, aparece como una raza mal preparada para la vida; en cambio su antagonista, que es Luciano, la luz, es liberal, dinámico, es un representante del nuevo hombre que nace con la Revolución liberal. La función de A la costa es reproducir en el imaginario literario lo que era parte de la historia real. Si A la costa solo hubiera cantado al liberalismo, no hubiera quedado nada; cantó al habitante del futuro. Pero el mestizo llega al poder y no resuelve la contradicción entre ricos y pobres. Y el canto se convertirá en llanto.

Muy interesante la asociación que estableces entre la literatura y el ferrocarril. Mientras que el ferrocarril vertebra el Estado nación geográficamente, la literatura cumple la misma función de cohesionar el país a nivel simbólico e ideológico. Pero hablabas ahora de los años treinta, cuando se produce una literatura realista donde posiblemente ese Estado nacional que se estaba construyendo entra en crisis y el mestizo, cargado de connotaciones positivas en A la costa, deja de tenerlas en novelas como Huasipungo o En las calles de Jorge Icaza, y empieza a ser visto por los indios como un traidor de su raza por situarse cerca de los blancos, por ser servil al blanco e incluso reprimir al indio cuando el blanco se lo ordena, pero a la vez es visto con desprecio por el blanco por correr sangre india por sus venas. El hombre del futuro de repente, por ocupar una posición intermedia, no encuentra lugar en la sociedad ecuatoriana y sufre un rechazo por abajo y por arriba. Este cambio en la percepción del indio, ¿es resultado de la crisis del Estado nacional ecuatoriano del que hablabas, donde el mestizo iba a ocupar un papel central?
Hay que señalar el hecho de que la realidad no cambió con los mestizos en el poder. Luego, se pudo mostrar al mestizo no como el habitante del futuro, sino como el ser desgarrado del presente. Un ser escindido entre una naturaleza blanca y una realidad indígena que esconde. En toda la obra de Icaza hay un análisis de este sujeto desgarrado y contradictorio que es el mestizo. Hay una novela de Icaza, Mama Pacha, donde el protagonista quiere asumir un crimen que no cometió para ocultar que tiene una madre indígena.
Pero este desgarro dio lugar a una muy buena literatura en Ecuador. Posiblemente la década de los treinta fue el periodo de mayor concentración de grandes obras de la literatura ecuatoriana. Los años treinta constituye el boom de la literatura ecuatoriana. Cuando se nos pregunta por qué Ecuador no estuvo en el boom latinoamericano de los años sesenta siempre respondo para qué va a estar, si Ecuador ya tuvo su boom en los años treinta. Se publicó la mejor literatura ecuatoriana en esa década. Yo le escuché a Julio Cortázar decir que quedó trastornado leyendo Huasipungo y que aprendió a escribir leyendo literatura ecuatoriana, y concretamente a Icaza.
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Hay que dividir la literatura de los años treinta y la de la década los cuarenta. En los cuarenta tenemos ya las obras maduras del realismo social ecuatoriano, que empezó a gestarse con A la costa, pero en la década de los treinta tenemos las novelas que definen el realismo social. Son novelas que parten de un principio de objetividad, que hacen protagonista a un héroe gregario y tratan de hacer un inventario de la realidad, incluso en lo lingüístico, al intentar retratar en lenguaje de los indígenas, de los cholos, de los montubios. De hecho se dice que Huasipungo se ha traducido a todos los idiomas menos al castellano, para referirse al modo, sin duda verosímil y fidedigno, con que Icaza supo trasladar la lengua de los indígenas a su literatura. Ese ímpetu que se registró en los años treinta en forma de grito se encuentra en los años cuarenta ya en forma de una literatura ya reposada. Yo creo, para no mencionar tantas novelas, que es un claro ejemplo Juyungo de Adalberto Ortiz, una historia de un negro que no se reconoce como negro, porque es un negro entre mestizos, un negro entre blancos, y a lo largo de un recorrido largo en Esmeraldas, va adquiriendo conciencia del mundo, una conciencia social: no importa que seas blanco o negro, lo importante es si eres pobre o no eres pobre. Lo fantástico de esta novela es que cuando Juyungo tiene conciencia del mundo, y en términos hegelianos tiene una conciencia feliz, una conciencia desde la que puede explicar todas las cosas, en ese momento estalla la guerra entre Ecuador y Perú y se le derrumban todos los esquemas. Entonces, tiene que ir a combatir en la guerra y se enfrenta a otros pobres como él, pobres que combaten entre sí. Blancos o negros, pero están combatiendo los mismos. Y de golpe esa trabajosa conciencia del mundo, que fue una conciencia social, que él adquirió, estalla. La novela termina con una escena fabulosa: Juyungo termina loco en medio de un combate.

Una de las novelas sin duda más interesantes de la literatura ecuatoriana es Los que se van, un libro de relatos escrito por tres de los cinco miembros del Grupo de Guayaquil: Joaquín Gallegos Lara, Demetrio Aguilera Malta y Enrique Gil Gilbert. Una obra que permitió que la literatura ecuatoriana perdiera su complejo de inferioridad respecto a la literatura producida en otros países de América Latina. El intelectual ecuatoriano Benjamín Carrión cuenta que, cuando se publicó Los que se van, se encontraba en París y que “cuando en charlas amistosas sobre la patria grande, entre escritores iberoamericanos, día tras día se comentaban nuevos aparecimientos de la novela, de la obra valiosa, yo, de mi Ecuador nada nuevo tenía que contar. Nada. Nada. Nada. No interesaba ya nuestro modernismo retrasado […] [Pero un día, en 1930], me llega desde Guayaquil un librito, bastante mal presentado, papel ordinario, con un título que lo mismo podía servir para un tomo de poesías románticas, como para un volumen de canciones saudosas: Los que se van. Por fin podía hablar de la nueva literatura de mi Ecuador y de la vocación de cultura de mi pequeña tierra. Soy enemigo de emplear el cuentagotas para decir mi admiración o mi disgusto. Y es por ello que, seguro de mis preferencias en mí mismo, declaro que este libro de Gil Gilbert, Aguilera Malta y Gallegos Lara, es lo mejor que, en su género haya yo leído de autor ecuatoriano”. Así recibe Benjamín Carrión Los que se van. ¿Qué opinión te merece este sentimiento de orfandad literaria de Carrión y después su sorpresa al recibir el libro?
En los años treinta tenemos unos jóvenes escritores que van en contra de toda la tradición literaria que cuidaban las normas de la Academia, y que asumen, como decía antes, el inventario lingüístico de la realidad. El subtítulo de Los que se van es claro: los cuentos del cholo y del montubio. Es un tema –digamos– “bárbaro”, si utilizamos la terminología que se empleaba entonces. Y luego, en lo formal, tiene un rigor en la forma de calcar la lengua. Son cuentos de distintos autores, pero todos ellos están escritos con la misma factura. El Grupo de Guayaquil estaba fundando la generación de los años treinta. Comparto la alegría con la que recibe el libro Benjamín Carrión.

Cuando analizas Don Goyo de Demetrio Aguilera Malta, de 1933, hablas de ella como la primera novela latinoamericana ecologista. ¿En qué se caracteriza ese tipo de novela?
En los años veinte imperaba en América Latina un tipo de novela que algunos estudiosos llamaban novela de la tierra. Doña Bárbara o La Tigra ponían en escena un conflicto fundamentalmente ideológico, que era el conflicto del hombre y la naturaleza, la civilización contra la barbarie. El voto de esos intelectuales estaba dado a favor de la civilización. Son novelas que parten de un maniqueísmo muy acusado. Don Goyo trasforma el conflicto ideológico civilización/barbarie y funda el realismo social no partiendo del conflicto entre el hombre y la naturaleza, sino entre unos y otros hombres. Es un conflicto de justicia el que hace que se inicie la rebelión. Don Goyo es la primera novela ecologista no solo porque transforma el conflicto de naturaleza/hombre, sino porque además don Goyo, el personaje, funciona como representación de la naturaleza que combate a la civilización que desde fuera viene a destruir los manglares, el lugar donde viven los cholos en el golfo de Guayaquil.

Si observamos la literatura ecuatoriana de la misma época, de los años treinta, es interesante comprobar el interés que genera, entre la intelectualidad ecuatoriana, la Guerra Civil española. En el libro de Niall Binns, Ecuador y la guerra civil española (Calambur, 2012), se observa cómo el proyecto político de la República española permite dejar atrás la idea de esa España oscurantista, inquisitorial, que miraba por encima del hombro a América Latina; la España republicana iba a permitir que la antigua metrópoli y las antiguas colonias pudieran empezar a dialogar de igual a igual, en igualdad de condiciones. Poemas como “Buenos días, Madrid” de Gil Gilbert o “Juzga, España miliciana” de Humberto Mata son un claro ejemplo. El primero dice: “Buenos días, España! / Te saludo con voz mitad de negro, mitad de indio […] Por primera vez con alegría de hombre. / Por primera vez en mis tobillos i muñecas / no arden las pulseras que España me aherrojara. // Este hombre que te odiara cinco siglos en mi sangre, / Hoy te dice por vez primera con voz de compañero: / Buenos días, Madrid”. Y el segundo: “España… la de mantos, la de la Inquisición… / Os odiaba fuertemente, con la sangre de indio y puma […] Si en lugar de alarde prepotente, erizado, / Hubieseis conquistado por amor Sierra y Yungal / Ahora hubieseis sido patrona de la América, / No dejando que salta la Independencia brusca / Para que pueblos jóvenes, más bien digamos: niños, / Se emancipen creyendo poseer su madurez… / España, Señora y Madre, / No estuviéramos ahora ahorcados por el gringo / Que luego de exprimirnos los suelos y subsuelos / Asfixia conciencias, corrompe los estados, / Daña ciudadanías, y ve en nosotros solo / Al mísero comprado, al esclavo deleznable”.
Pero no es un fenómeno exclusivamente ecuatoriano. Pensemos en Neruda, en Vallejo. Obviamente había una nostalgia de España, habíamos matado a la Madre Patria y nos quedamos huérfanos. Con la nueva España que venía con la República era natural que se estableciera un nuevo diálogo. La monarquía recordaba la época colonial y de pronto, con la República, una España nace en contra de sí misma, una España que se rebela contra aquellos a los que habían odiado los que se rebelaron en las colonias. Era un renacimiento, una España renovada que los latinoamericanos reconocían. La izquierda latinoamericana reconocía y apoyaba a la República. España era un enclave nuevo de un mundo que iba hacia el socialismo. Éramos los mismos. En América Latina se leía a Machado, a Lorca. España podía representar, entonces, esa esperanza compartida. Por eso la caída de España fue un duro golpe para el conjunto de la izquierda latinoamericana.

Haciendo un salto en el tiempo, me gustaría preguntarte por uno de los mejores escritores ecuatorianos, y latinoamericanos, Jorge Enrique Adoum y por su novela Entre Marx y una mujer desnuda. ¿Qué significó la publicación de la novela en la tradición literaria ecuatoriana?
La novela se publica en 1976. En los años 70 Ecuador pasa de ser un país bananero a ser un país petrolero. Esto lo cambió todo. Las ciudades crecieron, Quito creció cuatro veces más, al convertirse en un polo de inmigración, pero no solo interna, de gente que venía de otras zonas de Ecuador, sino también llegaron los que huían de las dictaduras del Cono Sur. De pronto la vida cotidiana se trastornó. Y en ese contexto, en la década de los setenta, empieza a asomar una cantidad de novelas nuevas, de entre las cuales destaca Entre Marx y una mujer desnuda de Jorge Enrique Adoum. La novela lleva como subtítulo “Novela con personajes”; yo le dije, en una ocasión a Jorge Enrique Adoum, que más bien debió decir “Poema con personajes”. El tratamiento del texto es el de un poema. El uso del lenguaje de Entre Marx y una mujer desnuda es tan puntilloso, tan detenido, tan hermoso, que eso es un poema con personajes. Entre Marx y una mujer desnuda no es como las novelas que contienen una sola historia, hay en el texto varias historias: la de los escritores de los años treinta, que él conoció cuando ya estaban bastante creciditos –David Andrade y Joaquín Gallegos Lara son protagonistas de la trama–, pero también la novela incluye dentro otras novelas (novela de adulterio, novela del indio, etc.).

Si hablamos de literatura ecuatoriana actual, ¿cuáles son los temas o preocupaciones más recurrentes?
Cuando llegamos al fin de siglo, al fin del milenio, parece que llegamos también al fin del mundo. Ecuador sufre una enorme crisis financiera, pierde la moneda nacional, con la devaluación que ello conlleva. En una sociedad tan cerrada, tan estrecha, tan endogámica, tan familiar, como era la ecuatoriana, de pronto, por la crisis, un millón setecientos mil ecuatorianos y ecuatorianas se vieron obligados a emigrar. Las familias monoparentales empezaron a asomar: chicos que vivían solos, sin sus padres, o sin uno de los dos padres, que recibían dinero, y que tenían dinero pero no tenían familia. Hubo mucho sufrimiento. En este contexto surge la nueva literatura ecuatoriana, una literatura que había reflejado hasta el momento fenómenos de migración interna –hemos hablado de personajes que van de la sierra a la costa–, a partir de este momento empieza a tratar el fenómeno de la migración exterior. Cada año salen títulos nuevos sobre cómo afectó a su literatura el fenómeno migratorio.

He empezado esta conversación con una frase de Adoum y voy a terminar con otra afirmación del autor de Entre Marx y una mujer desnuda. Decía Adoum que la literatura ecuatoriana no era peor que otras del continente latinoamericano –incluso era una tradición que había dado obras excelentes– pero que le faltaba un pedestal para ser vista desde lo lejos. Desde un lejos geográfico pero también temporal. ¿Estás de acuerdo con esta afirmación? ¿Le ha faltado a la literatura ecuatoriana un pedestal?
Esa especie de deseo de tener el reconocimiento de fuera es también una concepción colonial, creo yo. Para nada diría que Adoum padezca esa enfermedad tan frecuente. En cambio, sí diría que posiblemente quería decir otra cosa. Porque el pedestal en los años setenta para la literatura latinoamericana fueron las editoriales. Lo que ocurrió es que se produjo un fenómeno de reconocimiento de autores que ya estaban hechos y derechos. Eran autores hechos cuando les sorprendió el boom latinoamericano. Y esta fue también una moneda de dos caras: por un lado, nosotros reconocemos cuando nos reconocen; y por otro lado, el Ecuador no tuvo la suerte de haber tenido cabida en el boom latinoamericano, porque, como ya dije, ya hubo un boom en los años treinta.
Pero hay mucha tela que cortar cuando se habla de la necesidad del reconocimiento. Claro que cuanto más lean a un autor, mejor; pero yo no me olvido de esa frase de García Márquez: “escribo para que me lean mis amigos”. Y no me olvido tampoco de aquello de Ezra Pound: “escribo para tres o cuatro personas. Algunos más pueden leer los textos, pero yo he escrito para tres o cuatro personas”. Claro que también nos gusta que se nos reconozca y si publicamos en España, mejor que si no publicamos en España. Eso le ocurría a los escritores de mi generación, pero quizá ya no a los jóvenes. Porque los jóvenes ya son migrantes, estudian en las universidades de fuera, y ya no tiene sentido ese pedestal.
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David Becerra Mayor // Crónica Popular (8 junio 2015). Fuente: http://www.cronicapopular.es/2015/06/conversacion-con-abdon-ubidia-un-paseo-por-los-territorios-de-la-literatura-ecuatoriana-cuando-el-canto-se-convierte-en-llanto/

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