Un paseo por los territorios de la literatura ecuatoriana: cuando el canto se convierte en llanto
Abdón Ubidia (Quito, 1944) es novelista, cuentista y 
ensayista. Es uno de los escritores más representativos de la literatura
 ecuatoriana actual. Organizado por la Agregaduría de Cultura de la 
Embajada de Ecuador en España, Ubidia ha impartido en el Museo de 
América de Madrid un seminario sobre literatura e historia ecuatoriana 
durante tres semanas. El autor de Ciudad de invierno (Alfaguara, 2014) o Sueños de lobos (Txalaparta,
 2002) ha invitado a recorrer al público asistente la historia de 
Ecuador a través de las páginas más significativas de la novela 
ecuatoriana. El objetivo que se perseguía –y sin duda se ha cumplido– 
era crear una narrativa de narrativas de Ecuador. 
Aunque quince años antes Miguel Riofrío había publicado ya La emancipada (1863), se suele considerar que la literatura ecuatoriana se inaugura con Cumandá de
 Juan León Mera, de 1879. El poeta y también novelista ecuatoriano Jorge
 Enrique Adoum dice, sin embargo, que la literatura ecuatoriana no 
empieza con Cumandá sino contra Cumandá, porque si 
bien es esta una novela donde el mundo ecuatoriano aparece retratado por
 primera vez –la selva amazónica, el indio, etc.– este se mira desde una
 óptica europea, se observa con una mirada colonizada, podríamos decir; 
se idealiza la selva y se describe de una manera casi bucólica. Incluso 
se ha dicho que Cumandá no es sino una copia de Atala de Chateaubriand. ¿La literatura ecuatoriana empieza con Cumandá o contra Cumandá, en tu opinión?
En esta ocasión, lamento discrepar con el concepto que mantiene Jorge Enrique Adoum de Cumandá,
 de que solo es una novela europea o europeizante. Nadie le puede quitar
 cercanía con la tradición europea, pero cuando hacemos un ejercicio de 
literatura comparada vale más bien señalar las diferencias que no las 
semejanzas. Las diferencias son bien significativas y hay que tomarlas 
en cuenta. Las semejanzas de Cumandá y Atala son obvias, inclusive en cuanto se refiere a sus intenciones. En apariencia, al menos, Cumandá
 es una obra escrita para probar lo mismo que su famosa antecesora: que 
la realidad material no cuenta frente a la espiritual, que el 
cristianismo es una exigencia imperiosa para poner orden en el mundo de 
los indios; que el amor casto es el amor ideal. Mas, ciertamente, una 
lectura seria de Cumandá no se agota en estas semejanzas. Ahora
 que ya han pasado más de cien años de su publicación es posible ensayar
 una lectura comprensiva de Cumandá, una lectura histórica, una
 lectura que la explique, que la sitúe en el preciso marco histórico en 
el que nació. En mi opinión, para reconocer la singularidad de Cumandá y no verla simplemente como un calco de Atala,
 es necesario acudir a la base real de la novela, a su carácter 
histórico, que es central en la novela: el levantamiento indígena de 
Columbe y Guamote de 1803 (que Mera, al igual que otros historiadores de
 su generación, sitúa equivocadamente en 1790), con el que arranca la 
novela. Cumandá se escribe cuando ha ocurrido otro 
levantamiento, entre 1871 y 1872. Ambos levantamientos dialogan de 
alguna manera en la novela de Mera. La novela Cumandá se 
reparte entre dos escenarios: un escenario serrano en el que ocurren 
hechos ligados a la región indígena, como son las sublevaciones 
indígenas que allí tuvieron lugar. El hacendado Domingo Orozco pierde a 
su familia y entiende que en parte se debe al trato despótico que le dio
 a los indios. Cuando la novela se traslada del escenario serrano al 
escenario de oriente de la selva ecuatoriana, se redefine la historia 
maldita y el cruel hacendado pasa a ser santo misionero y el jefe de la 
rebelión india, un salvaje al que hay que catequizar. En estos traslados
 uno puede ver muchas cosas más que lo que aparentemente es una 
reproducción de la literatura europea.
León Mera fue garciano [partidario de García Moreno], fue cristiano y
 un conservador convencido, pero fue también un escritor honesto. Juan 
León Mera también amaba a los indígenas, con quienes se crió en una 
pequeña finca arrendada por su tía. Cumandá es un cuento 
desgarrado. En el conservadurismo hay unas ganas de negar la realidad 
objetiva, pero para negar la realidad objetiva hay que contarla. Porque 
si bien no hay literatura que sea capaz de captar total, “realmente” la 
realidad; tampoco hay literatura que pueda escapar eficazmente de ella, 
callarla u ocultarla. En ese desgarro se puede leer la realidad 
histórica de la novela. Juan León Mera era muy consciente de que él 
estaba situado en una época histórica en la que el Estado nacional se 
formaba. Mera fue el autor de la primera novela extensa –la novela de 
Miguel Riofrío era una novela breve y además fue desconocida durante 
muchos años–; Mera es el autor de la primera antología de cuentos 
propios y autor de la primera antología de la poesía quichua. Además de 
ser el autor de la letra del himno nacional. A pesar del execrable 
conservadurismo, su garcianismo, hay una mentalidad honesta de quien 
sabe situarse –y no todos saben– en un momento histórico clave, pero 
también nota sus propios desgarramientos ideológicos.
Has hecho referencia a la construcción del Estado nacional. 
En el seminario de literatura que acabas de impartir en Madrid, 
señalabas que A la costa de Luis A. Martínez, de 1904, es una 
novela que, acaso para legitimar el proyecto de construcción del 
Estado-nación ecuatoriano, convierte al mestizo en protagonista, como si
 representara el mestizo la identidad más adecuada para el nuevo Estado 
que se está constituyendo, como si el mestizo fuera el representante de 
la esencia del ser ecuatoriano, la metonimia del nuevo hombre 
ecuatoriano que tendrá que ser protagonista en la construcción del nuevo
 Estado nacional. ¿Cómo pasa a ocupar el mestizo esa posición central en
 la configuración de la nueva sociedad?
El hecho concreto es que la Revolución liberal fue hecha por 
mestizos, pero también hay que señalar que en toda la colonia hubo una 
especie de condena al mestizo. Hay muchas leyendas donde el mestizo 
aparece como malo y el blanco como bueno. Sin embargo, ¿qué es lo que 
había ocurrido? Los mestizos fueron los que lucharon por la Revolución 
liberal y, mal que bien, esos descendientes de la “raza maldita”, los 
engendros de esas dos “razas malditas” –el negro y el indio–, 
protagonizaron el triunfo de la Revolución. A partir de este momento 
empieza a haber un canto al mestizo –recordemos por ejemplo “la raza 
cósmica” del mexicano Vasconcelos.
A la costa se sitúa en un momento de reafirmación del Estado
 nacional, en los años en que ocurría la Revolución liberal, que 
permitió que se lograra una cantidad de transformaciones y reformas que 
en esos años todavía nadie había hecho: laicismo, divorcio, etc. A la costa es un canto al mestizaje. Es la primera novela realista que ya no le debe nada al romanticismo ni al costumbrismo europeo. A la costa empieza
 a fundar el realismo social latinoamericano. Es una novela que además 
legitima, de alguna manera, la construcción del Estado nacional. Para el
 Estado nacional necesitamos primero un territorio nacional. Entonces, 
qué hay que hacer: unir las regiones. ¿Cómo? Eso que el hace en la 
novela, con un protagonista que viaja de la sierra a la costa, lo está 
haciendo el ferrocarril, la infraestructura más compleja de Eloy Alfaro.
 Para constituirse el Estado nacional había que unir el territorio; en 
la literatura también, aunque fuera de modo simbólico. Pero, obviamente,
 necesitas un habitante para el nuevo Estado. Pero, ¿quién será ese 
nuevo habitante? Por un lado tienes al indio, por otro al blanco; por un
 lado los que tienen todo, por otro los que no tienen nada. ¿Cómo 
resolver esas contradicciones? Inventan al mestizo como redentor de los 
oprimidos. Entonces, el mestizo obtiene el poder con la Revolución 
liberal, pero una vez que ha sido previamente ya cantado como el 
habitante real, necesario, del futuro, en tanto que el mestizo 
representa la posibilidad de resolver todas las contradicciones 
generadas en el pasado. El protagonista de A la costa, 
conservador, caracterizado como blanco y ojiazul, aparece como una raza 
mal preparada para la vida; en cambio su antagonista, que es Luciano, la
 luz, es liberal, dinámico, es un representante del nuevo hombre que 
nace con la Revolución liberal. La función de A la costa es reproducir en el imaginario literario lo que era parte de la historia real. Si A la costa solo
 hubiera cantado al liberalismo, no hubiera quedado nada; cantó al 
habitante del futuro. Pero el mestizo llega al poder y no resuelve la 
contradicción entre ricos y pobres. Y el canto se convertirá en llanto.
Muy interesante la asociación que estableces entre la 
literatura y el ferrocarril. Mientras que el ferrocarril vertebra el 
Estado nación geográficamente, la literatura cumple la misma función de 
cohesionar el país a nivel simbólico e ideológico. Pero hablabas ahora 
de los años treinta, cuando se produce una literatura realista donde 
posiblemente ese Estado nacional que se estaba construyendo entra en 
crisis y el mestizo, cargado de connotaciones positivas en A la costa, deja de tenerlas en novelas como Huasipungo o En las calles de
 Jorge Icaza, y empieza a ser visto por los indios como un traidor de su
 raza por situarse cerca de los blancos, por ser servil al blanco e 
incluso reprimir al indio cuando el blanco se lo ordena, pero a la vez 
es visto con desprecio por el blanco por correr sangre india por sus 
venas. El hombre del futuro de repente, por ocupar una posición 
intermedia, no encuentra lugar en la sociedad ecuatoriana y sufre un 
rechazo por abajo y por arriba. Este cambio en la percepción del indio, 
¿es resultado de la crisis del Estado nacional ecuatoriano del que 
hablabas, donde el mestizo iba a ocupar un papel central?
Hay que señalar el hecho de que la realidad no cambió con los 
mestizos en el poder. Luego, se pudo mostrar al mestizo no como el 
habitante del futuro, sino como el ser desgarrado del presente. Un ser 
escindido entre una naturaleza blanca y una realidad indígena que 
esconde. En toda la obra de Icaza hay un análisis de este sujeto 
desgarrado y contradictorio que es el mestizo. Hay una novela de Icaza, Mama Pacha, donde el protagonista quiere asumir un crimen que no cometió para ocultar que tiene una madre indígena.
Pero este desgarro dio lugar a una muy buena literatura en Ecuador. 
Posiblemente la década de los treinta fue el periodo de mayor 
concentración de grandes obras de la literatura ecuatoriana. Los años 
treinta constituye el boom de la literatura ecuatoriana. Cuando se nos pregunta por qué Ecuador no estuvo en el boom latinoamericano de los años sesenta siempre respondo para qué va a estar, si Ecuador ya tuvo su boom en
 los años treinta. Se publicó la mejor literatura ecuatoriana en esa 
década. Yo le escuché a Julio Cortázar decir que quedó trastornado 
leyendo Huasipungo y que aprendió a escribir leyendo literatura ecuatoriana, y concretamente a Icaza.
Hay
 que dividir la literatura de los años treinta y la de la década los 
cuarenta. En los cuarenta tenemos ya las obras maduras del realismo 
social ecuatoriano, que empezó a gestarse con A la costa, pero 
en la década de los treinta tenemos las novelas que definen el realismo 
social. Son novelas que parten de un principio de objetividad, que hacen
 protagonista a un héroe gregario y tratan de hacer un inventario de la 
realidad, incluso en lo lingüístico, al intentar retratar en lenguaje de
 los indígenas, de los cholos, de los montubios. De hecho se dice que Huasipungo se
 ha traducido a todos los idiomas menos al castellano, para referirse al
 modo, sin duda verosímil y fidedigno, con que Icaza supo trasladar la 
lengua de los indígenas a su literatura. Ese ímpetu que se registró en 
los años treinta en forma de grito se encuentra en los años cuarenta ya 
en forma de una literatura ya reposada. Yo creo, para no mencionar 
tantas novelas, que es un claro ejemplo Juyungo de Adalberto 
Ortiz, una historia de un negro que no se reconoce como negro, porque es
 un negro entre mestizos, un negro entre blancos, y a lo largo de un 
recorrido largo en Esmeraldas, va adquiriendo conciencia del mundo, una 
conciencia social: no importa que seas blanco o negro, lo importante es 
si eres pobre o no eres pobre. Lo fantástico de esta novela es que 
cuando Juyungo tiene conciencia del mundo, y en términos hegelianos 
tiene una conciencia feliz, una conciencia desde la que puede explicar 
todas las cosas, en ese momento estalla la guerra entre Ecuador y Perú y
 se le derrumban todos los esquemas. Entonces, tiene que ir a combatir 
en la guerra y se enfrenta a otros pobres como él, pobres que combaten 
entre sí. Blancos o negros, pero están combatiendo los mismos. Y de 
golpe esa trabajosa conciencia del mundo, que fue una conciencia social,
 que él adquirió, estalla. La novela termina con una escena fabulosa: 
Juyungo termina loco en medio de un combate.
Una de las novelas sin duda más interesantes de la literatura ecuatoriana es Los que se van,
 un libro de relatos escrito por tres de los cinco miembros del Grupo de
 Guayaquil: Joaquín Gallegos Lara, Demetrio Aguilera Malta y Enrique Gil
 Gilbert. Una obra que permitió que la literatura ecuatoriana perdiera 
su complejo de inferioridad respecto a la literatura producida en otros 
países de América Latina. El intelectual ecuatoriano Benjamín Carrión 
cuenta que, cuando se publicó Los que se van, se encontraba en 
París y que “cuando en charlas amistosas sobre la patria grande, entre 
escritores iberoamericanos, día tras día se comentaban nuevos 
aparecimientos de la novela, de la obra valiosa, yo, de mi Ecuador nada 
nuevo tenía que contar. Nada. Nada. Nada. No interesaba ya nuestro 
modernismo retrasado […] [Pero un día, en 1930], me llega desde 
Guayaquil un librito, bastante mal presentado, papel ordinario, con un 
título que lo mismo podía servir para un tomo de poesías románticas, 
como para un volumen de canciones saudosas: Los que se van. Por
 fin podía hablar de la nueva literatura de mi Ecuador y de la vocación 
de cultura de mi pequeña tierra. Soy enemigo de emplear el cuentagotas 
para decir mi admiración o mi disgusto. Y es por ello que, seguro de mis
 preferencias en mí mismo, declaro que este libro de Gil Gilbert, 
Aguilera Malta y Gallegos Lara, es lo mejor que, en su género haya yo 
leído de autor ecuatoriano”. Así recibe Benjamín Carrión Los que se van. ¿Qué opinión te merece este sentimiento de orfandad literaria de Carrión y después su sorpresa al recibir el libro?
En los años treinta tenemos unos jóvenes escritores que van en contra
 de toda la tradición literaria que cuidaban las normas de la Academia, y
 que asumen, como decía antes, el inventario lingüístico de la realidad.
 El subtítulo de Los que se van es claro: los cuentos del cholo
 y del montubio. Es un tema –digamos– “bárbaro”, si utilizamos la 
terminología que se empleaba entonces. Y luego, en lo formal, tiene un 
rigor en la forma de calcar la lengua. Son cuentos de distintos autores,
 pero todos ellos están escritos con la misma factura. El Grupo de 
Guayaquil estaba fundando la generación de los años treinta. Comparto la
 alegría con la que recibe el libro Benjamín Carrión.
Cuando analizas Don Goyo de Demetrio Aguilera Malta,
 de 1933, hablas de ella como la primera novela latinoamericana 
ecologista. ¿En qué se caracteriza ese tipo de novela?
En los años veinte imperaba en América Latina un tipo de novela que algunos estudiosos llamaban novela de la tierra. Doña Bárbara o La Tigra ponían
 en escena un conflicto fundamentalmente ideológico, que era el 
conflicto del hombre y la naturaleza, la civilización contra la 
barbarie. El voto de esos intelectuales estaba dado a favor de la 
civilización. Son novelas que parten de un maniqueísmo muy acusado. Don Goyo trasforma
 el conflicto ideológico civilización/barbarie y funda el realismo 
social no partiendo del conflicto entre el hombre y la naturaleza, sino 
entre unos y otros hombres. Es un conflicto de justicia el que hace que 
se inicie la rebelión. Don Goyo es la primera novela ecologista
 no solo porque transforma el conflicto de naturaleza/hombre, sino 
porque además don Goyo, el personaje, funciona como representación de la
 naturaleza que combate a la civilización que desde fuera viene a 
destruir los manglares, el lugar donde viven los cholos en el golfo de 
Guayaquil.
Si observamos la literatura ecuatoriana de la misma época, de
 los años treinta, es interesante comprobar el interés que genera, entre
 la intelectualidad ecuatoriana, la Guerra Civil española. En el libro 
de Niall Binns, Ecuador y la guerra civil española (Calambur, 
2012), se observa cómo el proyecto político de la República española 
permite dejar atrás la idea de esa España oscurantista, inquisitorial, 
que miraba por encima del hombro a América Latina; la España republicana
 iba a permitir que la antigua metrópoli y las antiguas colonias 
pudieran empezar a dialogar de igual a igual, en igualdad de 
condiciones. Poemas como “Buenos días, Madrid” de Gil Gilbert o “Juzga, 
España miliciana” de Humberto Mata son un claro ejemplo. El primero 
dice: “Buenos días, España! / Te saludo con voz mitad de negro, mitad de
 indio […] Por primera vez con alegría de hombre. / Por primera vez en 
mis tobillos i muñecas / no arden las pulseras que España me aherrojara.
 // Este hombre que te odiara cinco siglos en mi sangre, / Hoy te dice 
por vez primera con voz de compañero: / Buenos días, Madrid”. Y el 
segundo: “España… la de mantos, la de la Inquisición… / Os odiaba 
fuertemente, con la sangre de indio y puma […] Si en lugar de alarde 
prepotente, erizado, / Hubieseis conquistado por amor Sierra y Yungal / 
Ahora hubieseis sido patrona de la América, / No dejando que salta la 
Independencia brusca / Para que pueblos jóvenes, más bien digamos: 
niños, / Se emancipen creyendo poseer su madurez… / España, Señora y 
Madre, / No estuviéramos ahora ahorcados por el gringo / Que luego de 
exprimirnos los suelos y subsuelos / Asfixia conciencias, corrompe los 
estados, / Daña ciudadanías, y ve en nosotros solo / Al mísero comprado,
 al esclavo deleznable”. 
Pero no es un fenómeno exclusivamente ecuatoriano. Pensemos en 
Neruda, en Vallejo. Obviamente había una nostalgia de España, habíamos 
matado a la Madre Patria y nos quedamos huérfanos. Con la nueva España 
que venía con la República era natural que se estableciera un nuevo 
diálogo. La monarquía recordaba la época colonial y de pronto, con la 
República, una España nace en contra de sí misma, una España que se 
rebela contra aquellos a los que habían odiado los que se rebelaron en 
las colonias. Era un renacimiento, una España renovada que los 
latinoamericanos reconocían. La izquierda latinoamericana reconocía y 
apoyaba a la República. España era un enclave nuevo de un mundo que iba 
hacia el socialismo. Éramos los mismos. En América Latina se leía a 
Machado, a Lorca. España podía representar, entonces, esa esperanza 
compartida. Por eso la caída de España fue un duro golpe para el 
conjunto de la izquierda latinoamericana.
Haciendo un salto en el tiempo, me gustaría preguntarte por 
uno de los mejores escritores ecuatorianos, y latinoamericanos, Jorge 
Enrique Adoum y por su novela Entre Marx y una mujer desnuda. ¿Qué significó la publicación de la novela en la tradición literaria ecuatoriana?
La novela se publica en 1976. En los años 70 Ecuador pasa de ser un 
país bananero a ser un país petrolero. Esto lo cambió todo. Las ciudades
 crecieron, Quito creció cuatro veces más, al convertirse en un polo de 
inmigración, pero no solo interna, de gente que venía de otras zonas de 
Ecuador, sino también llegaron los que huían de las dictaduras del Cono 
Sur. De pronto la vida cotidiana se trastornó. Y en ese contexto, en la 
década de los setenta, empieza a asomar una cantidad de novelas nuevas, 
de entre las cuales destaca Entre Marx y una mujer desnuda de 
Jorge Enrique Adoum. La novela lleva como subtítulo “Novela con 
personajes”; yo le dije, en una ocasión a Jorge Enrique Adoum, que más 
bien debió decir “Poema con personajes”. El tratamiento del texto es el 
de un poema. El uso del lenguaje de Entre Marx y una mujer desnuda es tan puntilloso, tan detenido, tan hermoso, que eso es un poema con personajes. Entre Marx y una mujer desnuda no
 es como las novelas que contienen una sola historia, hay en el texto 
varias historias: la de los escritores de los años treinta, que él 
conoció cuando ya estaban bastante creciditos –David Andrade y Joaquín 
Gallegos Lara son protagonistas de la trama–, pero también la novela 
incluye dentro otras novelas (novela de adulterio, novela del indio, 
etc.).
Si hablamos de literatura ecuatoriana actual, ¿cuáles son los temas o preocupaciones más recurrentes?
Cuando llegamos al fin de siglo, al fin del milenio, parece que 
llegamos también al fin del mundo. Ecuador sufre una enorme crisis 
financiera, pierde la moneda nacional, con la devaluación que ello 
conlleva. En una sociedad tan cerrada, tan estrecha, tan endogámica, tan
 familiar, como era la ecuatoriana, de pronto, por la crisis, un millón 
setecientos mil ecuatorianos y ecuatorianas se vieron obligados a 
emigrar. Las familias monoparentales empezaron a asomar: chicos que 
vivían solos, sin sus padres, o sin uno de los dos padres, que recibían 
dinero, y que tenían dinero pero no tenían familia. Hubo mucho 
sufrimiento. En este contexto surge la nueva literatura ecuatoriana, una
 literatura que había reflejado hasta el momento fenómenos de migración 
interna –hemos hablado de personajes que van de la sierra a la costa–, a
 partir de este momento empieza a tratar el fenómeno de la migración 
exterior. Cada año salen títulos nuevos sobre cómo afectó a su 
literatura el fenómeno migratorio.
He empezado esta conversación con una frase de Adoum y voy a terminar con otra afirmación del autor de Entre Marx y una mujer desnuda.
 Decía Adoum que la literatura ecuatoriana no era peor que otras del 
continente latinoamericano –incluso era una tradición que había dado 
obras excelentes– pero que le faltaba un pedestal para ser vista desde 
lo lejos. Desde un lejos geográfico pero también temporal. ¿Estás de 
acuerdo con esta afirmación? ¿Le ha faltado a la literatura ecuatoriana 
un pedestal?
Esa especie de deseo de tener el reconocimiento de fuera es también 
una concepción colonial, creo yo. Para nada diría que Adoum padezca esa 
enfermedad tan frecuente. En cambio, sí diría que posiblemente quería 
decir otra cosa. Porque el pedestal en los años setenta para la 
literatura latinoamericana fueron las editoriales. Lo que ocurrió es que
 se produjo un fenómeno de reconocimiento de autores que ya estaban 
hechos y derechos. Eran autores hechos cuando les sorprendió el boom latinoamericano.
 Y esta fue también una moneda de dos caras: por un lado, nosotros 
reconocemos cuando nos reconocen; y por otro lado, el Ecuador no tuvo la
 suerte de haber tenido cabida en el boom latinoamericano, porque, como ya dije, ya hubo un boom en los años treinta.
Pero hay mucha tela que cortar cuando se habla de la necesidad del 
reconocimiento. Claro que cuanto más lean a un autor, mejor; pero yo no 
me olvido de esa frase de García Márquez: “escribo para que me lean mis 
amigos”. Y no me olvido tampoco de aquello de Ezra Pound: “escribo para 
tres o cuatro personas. Algunos más pueden leer los textos, pero yo he 
escrito para tres o cuatro personas”. Claro que también nos gusta que se
 nos reconozca y si publicamos en España, mejor que si no publicamos en 
España. Eso le ocurría a los escritores de mi generación, pero quizá ya 
no a los jóvenes. Porque los jóvenes ya son migrantes, estudian en las 
universidades de fuera, y ya no tiene sentido ese pedestal.



 
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