“El modelo femenino actual es digital, recauchutado, serializado y de pubis infantil”
Aunque desde algunos sectores de la crítica todavía se habla de Marta
Sanz (Madrid, 1967) como una autora perteneciente a la joven narrativa
española, lo cierto es que su carrera literaria es prolongada y a día de
hoy cuenta con una decena de novelas publicadas, además de dos
poemarios y algunos textos ensayísticos donde ofrece, mediante sólidos
argumentos teóricos, los motivos por los cuales no separa en su quehacer
creativo la literatura de lo político. La obra de Sanz parte de una
reformulación del compromiso en la literatura, pero sin desatender el
lenguaje, entendiendo que resulta necesario subvertir el lenguaje para
subvertir la realidad que habitamos. Hablamos con Marta Sanz de las
posibilidades de la literatura para transformar el mundo.
Empecemos por el final. En tu
última novela, Daniela Astor y la caja negra (Anagrama, 2012), se
plantea el modo en que, durante la transición, se construye un nuevo
modelo de mujer en la sociedad española. Nace una mujer moderna, libre y
liberada de antiguos tabúes, de viejas actitudes recatadas, de un mundo
donde su única función era la reproducción y el cuidado de la familia y
el hogar. La transición, como una resaca del 68 francés, libera el
cuerpo de la mujer para el placer. Sin embargo, en la novela muestras de
una forma magistral la parte invisible del nuevo imaginario: que no hay
emancipación, sino conversión de la mujer en una mercancía más, donde
su cuerpo, bonito y desnudo, se convierte en un reclamo publicitario, en
capital erótico, y lo que parecía contrahegemónico –y emancipador– no
es más que una nueva forma de dominación de la mujer por parte del
capitalismo y el patriarcado.
No sé si yo habría sabido verbalizar las intenciones de mi texto tan
bien como tú, David. Me identifico con lo que dices y sólo puedo añadir
que una de las cosas que yo quería contar, mientras escribía Daniela Astor y la caja negra, es
cómo se relaciona la realidad con sus representaciones, porque creo que
esas representaciones nunca son asépticas, sino profundamente
ideológicas. La cultura y, dentro de la cultura, la representación del
cuerpo de las mujeres, la reducción de las mujeres a cuerpo –al espacio
de su fisiología, de su capacidad para gestar o de su potencial para la
seducción-, el imaginario colectivo, inciden en la manera de valorarnos a
nosotras mismas, en nuestras aspiraciones y en nuestro concepto de lo
que es una mujer admirable. Durante los años que recrea la novela muchas
mujeres tuvieron la sensación de soltar lastre: el de la oscuridad, la
represión, la moral nacional-católica, el de una sexualidad que no se
entendía más allá de la procreación y que asociaba el placer erótico de
las mujeres con la suciedad. Pienso en imágenes tan intolerables para
ciertas mentes como la de la masturbación femenina. En este contexto,
fue un acto de higiene que Marisol se mostrara desnuda en la portada de Interviú con una flor amarilla en la mano.
Sin embargo, me parece que ese primer desvelamiento o ese pequeño
entusiasmo solo forman parte de la línea continua de la historia
cultural: por una parte, entroncan con el mito del cuerpo de una mujer,
reducida a esencia, a musa, a estereotipo, a bello objeto de
contemplación y, por otra, derivaron, como tú apuntabas hace un
instante, hacia una mercantilización radical que alcanza su máxima
expresión en la pornografía como banalización capitalista del sexo. Y en
algo incluso más preocupante: en la homogeneización de un canon
estético que no es más que el reverso formal de la idea de que existe
una esencia femenina: en los tiempos que corren, esa esencia se
identifica físicamente con un modelo femenino digital, recauchutado,
serializado y de pubis infantil. La belleza femenina hoy pasa por la
violencia quirúrgica. Por la obsesión en tener la apariencia de dibujo
animado o de chica del vídeo-juego. Por parecer, no ya una joven, sino
una niña eterna de rasgos occidentales. Se exagera la mitología de la
mujer ideal y eso nos inflige un daño.
Somos muchas y distintas, y no podemos permitir que nuestra
diferencia respecto a otros géneros nos sitúe en desventaja. Por eso, en
esta novela y también en La lección de anatomía yo quería
hablar del cuerpo de las mujeres, no como receptáculo maternal o como
carne deseable, sino como texto donde se quedan impresos los trabajos,
las experiencias, de cada una. La idea del cuerpo como texto se refleja
en un lenguaje lleno de metáforas fisiológicas. También en el
planteamiento de la novela subyace una analogía entre lo histórico y lo
biológico: la pubertad de un país coincide con la pubertad de su
narradora-protagonista. La euforia, la incertidumbre, la ilusión, el
miedo, el comienzo del desencanto. Todo el libro podría interpretarse
como la búsqueda de un lenguaje propio: el de una mujer que renuncia a
ser musa, objeto de la narración, y se transforma en sujeto de la misma.
También podría interpretarse como la expresión de un culpa: la que
experimenta la narradora, Catalina, al darse cuenta de que se dejó
llevar por un “deber ser” de las mujeres que no le permitió apreciar la
valentía de su propia madre.
Sin darnos cuenta asumimos palabras y comportamientos que no nos
corresponden, nos dejamos llevar, nos faltamos permanentemente al
respeto, no desarrollamos nuestro sentido crítico y nos hacemos
muchísimo daño a nosotras mismas. El feminismo de Daniela Astor
parte de una vocación autocrítica y se expresa a través de una voz de
mujer que reproduce y a la vez lucha contra esa mirada dominante que nos
conforma y nos frustra: la mirada que no permite a Catalina valorar a
su madre y que incluso la hace avergonzarse de ella, una mirada
familiar, que se construye y encuentra su eco esa otra mirada pública,
colectiva, que se revive en las cajas negras. La novela de aprendizaje
se contrapuntea con el falso documental sobre el fantaterror español, la
muerte de Sandra Mozarowsky, el cronicón amarillo de los juguetes rotos
del destape, Nadiuska, Amparo Muñoz, el primer desnudo integral de
nuestro cine que fue el de la Cantudo en La trastienda… La
historia de Catalina y el documental que ella misma rueda son
indisolubles: confesional y lo documental, lo íntimo y lo público, lo
individual y lo colectivo. Posiblemente, Daniela Astor sea una
novela sobre la dificultad de comprender que no somos tan libres como
creemos y que esa incomprensión dificulta la posibilidad de rebelarnos.
Sigamos con la transición.
Posiblemente hoy nos encontremos en un proceso destituyente donde se han
empezado a cuestionar las normas de convivencia que se dio este país –o
mejor: nos dieron las élites de este país– en la transición. La
Constitución de 1978 parece que ya no sirve, que lejos de resolver
problemas, los perpetúa; parece que la transición no fue tan inmaculada
como parecía, y que el régimen nacido de ella, nuestra democracia, tiene
más defectos que virtudes. ¿Daniela Astor… se enfrenta también al
relato de la inmaculada transición?
Daniela Astor y la caja negra es una novela sobre la
Transición que procura no usar la nostalgia como artefacto que reduce el
pasado a eufemismo. Estoy de acuerdo contigo en que en esta novela hay
una lectura crítica de la transición española que, para ser eficazmente
crítica, debía poner también en tela de juicio las formas ideológicas y
los géneros de prestigio que se inauguran en dicho periodo histórico.
Creo que esa reflexión en torno a las formas, inseparables de los
fondos, constituye el eje central de nuestro oficio como escritoras y
escritores. Posiblemente, los dos grandes relatos de la transición sean
la Constitución de 1978 y la Nueva Narrativa: el primer relato es hoy
ciencia-ficción en lo que se refiere al respeto a los derechos
fundamentales que recoge; el segundo sigue constituyendo el canon de
nuestra literatura y, en gran medida, es la cristalización formal de la
ilusiones de una socialdemocracia que nunca llegó a existir. Me parece
que ahora tenemos que articular otras narraciones que, de algún modo,
traten de formular otras preguntas, planteen otras tesis, reinterpreten
la historia e intervengan intrépidamente en el espacio común.
En todo caso, cuando hablas de
“formas ideológicas” habría que señalar que tú también utilizas en tus
novelas elementos pop y otros discursos propios de la cultura popular.
En Daniela Astor… este rasgo es evidente, y desfilan por sus páginas
referencias a películas del fantaterror, portadas de revistas del
corazón, e incluso un programa de Sálvame Deluxe. ¿Estos discursos
forman parte del lenguaje del opresor, que necesitamos para hablarnos?
No creo que Daniela Astor sea una novela pop ni posmoderna.
Aunque esté plagada de referencias pop y de estrategias narrativas que
experimentan con los límites de los géneros. Existe una especie de
obcecación crítica en identificar la posmodernidad con los juegos del
lenguaje y de los géneros literarios, pero a mí me parece que hay juegos
y juegos, experimentos y experimentos: en la narrativa de la
posmodernidad el objetivo del juego es lograr la amenidad, la ligereza,
el entretenimiento, la espectacularidad del relato encarnada, sobre
todo, en el virtuosismo en el manejo de las carpinterías narrativas. Se
coloca al lector en un espacio confortable y los proyectos literarios
acaban siendo algunas veces metaliteratura. La realidad se reduce a sus
lenguajes.
Sin embargo, existe otro tipo de experimentación con los límites que
saca a los lectores de su zona de descanso, de su espacio de confort, y
les propone un diálogo, una conversación, les incita de algún modo a
atreverse, y en esa dinámica el objetivo principal no es el
ensimismamiento en y desde el texto, sino la vuelta a la realidad. La
re-sacralización de la realidad frente a la sacralización de la
literatura. Ese “andamos faltos de realidades” al que se refería
Marguerite Yourcernar o Alice Munro. Esa reivindicación de la “verdad”
de la que habla Badiou. No me interesan demasiado ni la meta ni la endoliteratura,
aunque valoro mucho algunos de sus textos y soy consciente de que la
realidad también son sus representaciones: por eso soy partidaria de que
los adultos no obvien la existencia de programas como Sálvame y
de que los niños vean los telediarios y lean cuentos de hadas
machistas, crueles y políticamente muy incorrectos; a través de la
lectura de fuentes tan perversas como ésas se construye la conciencia
crítica. Formulando las preguntas adecuadas e intentando responderlas.
No se trata de ejercer la censura, de tachar textos con mojigatería y
una especie de autoritarismo moral, sino de enseñar a leer
críticamente, de poner el acento en lo educativo frente a los fuegos
artificiales de la cultura. Lo que no podemos hacer es obviar lo que
existe. Me parece que hay que subrayar, con un rotulador rojo si hace
falta, lo que existe y no nos gusta para hacerlo visible, obvio y, así,
poderlo transformar. En todo caso, la gran contradicción de asumir
ciertos riesgos formales, marcados ideológicamente, es que a veces nos
alejamos de los lectores practicando una aproximación elitista a la
literatura que a mí mientras estoy escribiendo me hace experimentar un
montón de incertidumbres y, consecuentemente, buscar caminos. Se toma la
palabra cuando uno cree que tiene algo que decir, pero también en el
proceso de encontrar el lenguaje que un texto determinado necesita se
van aprendiendo muchas cosas. Si no, no merecería la pena…
Han pasado dos años de la
publicación, ya no estás de promoción, y por lo tanto nos podemos
permitir spoilers: uno de los temas centrales de Daniela Astor… es el
aborto. Curiosamente, a los pocos días de publicarse la novela, el
ministro de Interior, el católico Jorge Fernández Díaz, dijo aquello de
que abortar no era ETA, pero se parecía. En realidad, sin desearlo, tu
novela fue muy oportuna: por un lado, se enfrentaba al relato de la
transición, incomodando el consenso en un momento en que se empezaba a
cuestionar el régimen del 78, y por otro lado, veíamos que una historia
del pasado volvía a recuperar la vigencia porque aquellos contra los que
se enfrentó el movimiento feminista en los ochenta seguían instalados
en el poder.
Creo que, de algún modo, durante muchos años hemos vivido en una
realidad que tenía mucho de fantástica. Vivimos la fantasía de que
habíamos conquistado –más bien de que habían conquistado por nosotros-
derechos y libertades. Vivimos la fantasía de que éramos libres, iguales
y fraternos. Y nunca fuimos de verdad libres, porque desde luego nunca
fuimos iguales ni mucho menos fraternos. Ni desde el punto de vista de
género ni desde el punto de vista de clase. Daniela Astor se
sitúa en el periodo de la transición española, pero en realidad yo la
leo como una novela que habla del presente, de la crisis, de cómo la
crisis ha servido como excusa para justificar todos los recortes. La
crisis también ha servido para visibilizar a esa caverna que nunca se
fue de aquí y que sigue conservando sus privilegios.
Me refiero a la caverna del poder económico que organiza galas de
beneficencia para que nada cambie y, en la exhibición impúdica de su
dinero, se pone una máscara de bondad y de generosidad que siempre
necesitará de los pobres. También me refiero a los que no quieren saber o
prefieren seguir instalados en su visión de que hemos alcanzado el
mejor de los mundos posibles. En este sentido, me da la impresión de que
muchas mujeres, desde la transición hasta ahora, fuimos víctimas de un
autoengaño: creímos de verdad que habíamos alcanzado la igualdad de
derechos y esa convicción, falsa pero confortable, nos desactivó.
También dentro del campo cultural. Dejamos de hablar de asuntos que nos
concernían y nos irritaban los congresos de mujeres. Confundimos la ghettización
con la posibilidad de abordar problemas y buscar soluciones en común. Y
asumimos más que nunca un imaginario cultural heredado, del que no se
puede renegar, pero que debe enriquecerse con otros puntos de vista y
con esas voces que han sido sistemáticamente silenciadas.
Yo me hago la autocrítica y, desde una perspectiva actual, me
pregunto por qué utilicé una voz narrativa masculina para escribir una
novela como Los mejores tiempos donde quería contar por qué los
hijos de los progres nos habíamos hecho conservadores: ese gesto poco
natural era una constatación más de que los hijos –y las hijas- de los
progres nos habíamos conservadurizado, pero también apuntaba
hacia la sospecha de que, si mi narradora hubiese sido una mujer, todo
el relato se habría leído en una clave feminista que entonces me
importaba menos de lo que me importa ahora. Muchas escritoras
apostábamos por una normalización que pasaba por el intento de
trascender una voz femenina estereotipada o por el hecho de que las
mujeres no hablásemos solo de mujeres. Nos esforzamos en el oficio, en
la equiparación en el uso de herramientas compartidas con los
escritores, y dejamos en suspenso relatos que deberían haber sido
contados.
La visión que dentro de la literatura o del cine se ha dado del
aborto es un ejemplo de todo esto: la mirada sobre el aborto siempre ha
sido machista y moralista incluso desde algunos sectores de la
izquierda. Siempre se ha criminalizado y se ha practicado la doble moral
del aborto bueno y del aborto malo. Para el primero existen razones
–riesgo para la madre, malformaciones fetales, violación, etc. -, para
el segundo no. La única “excusa” para que una mujer sana, sin problemas
económicos y con pareja aborte es que está deprimida o loca, porque al
fin y al cabo nos sigue funcionando en la cabeza el precioso eslogan de
que “lo más bonito que le puede pasar a una mujer en la vida es ser
madre” o ese otro que dice que “una mujer que no ha sido madre no es una
mujer completa” o ese otro más moderno que habla de la maternidad como
elemento central en el empoderamiento de la mujer y de su superioridad
frente al hombre.
En Daniela Astor quería contar la historia de una mujer que
decide abortar sencillamente porque no quiere tener un hijo y se siente
vejada no por los médicos que le practican el aborto –eso forma parte de
la imaginería tétrica con que se ha demonizado la interrupción
voluntaria del embarazo-, sino por su propia familia y por un sistema
jurídico que la señala socialmente y la condena a la cárcel y una
existencia precaria de por vida. Esa pequeña historia de Sonia Griñán,
la madre de Catalina, refleja grandes contradicciones y coloca a cierto
lector en una tesitura en la que su sensibilidad puede resultar herida.
Catalina lee la caja negra de sus traumas, de su incomprensión, de lo
que no supo entender porque no disponía de las palabras suficientes o
porque las palabras de las que disponía estaban interesadamente
manchadas, y ratifica el vínculo que une lo psicológico con lo
sociológico, lo cotidiano con lo político. No me pareció una mala idea
reflexionar sobre la construcción de las identidades femeninas hablando
del cuerpo expresado a través de dos de las metáforas de su libertad: el
desnudo y el aborto.
Daniela Astor… dialoga con la
novela que publicaste cuatro años antes, La lección de anatomía (RBA,
2008; reeditada en 2014 por Anagrama con algunas variaciones). Tanto en
Daniela Astor… como en la reedición de La lección de anatomía, las
cubiertas se ilustran con fotografías personales. Este dato no es
anecdótico sino que refleja muy bien el proyecto literario que hay
detrás de estas novelas: llevar «mi honestidad hasta el impudor del
desnudo», dice la protagonista de La lección de anatomía. Has escrito
también, en tu ensayo No tan incendiario (Periférica, 2014), y permíteme
que parafrasee tus palabras, que el empleo de un yo autobiográfico en
la novela no responde a una exhibición narcisista, sino que supone –muy
al contrario– un ejercicio de autoconciencia, de honestidad y
responsabilidad. En la novela española actual, el yo sirve para no
hablar del nosotros y, en consecuencia, para desplazar los conflictos
colectivos a favor de una suerte de lectura intimista de la
conflictividad política y social. Pero, ¿se puede hacer una novela
política desde el yo?
Intuyo que sí y, por eso, hago experimentos con esa posibilidad. Me
parece que lo primero que deberíamos hacer es acotar a qué le llamamos
materia autobiográfica, porque para mí la materia autobiográfica se
relaciona con la visión del mundo de los escritores y de las escritoras:
no se reduce a la transcripción mimética de los acontecimientos de la
propia existencia en un libro. No tiene por qué identificarse con el
recuento de las acciones de personajes que, desde la soberbia o el
remordimiento, justifican con la narración una vida de pecado; tampoco
tiene por qué identificarse con un recuento de actos excelentes que
hagan del personaje que toma la palabra alguien ejemplar y modélico. A
mí no me suelen atraer los textos autobiográficos de seres famosos o de
resonancia histórica, de seres singulares que deben comprometerse con la
verdad de lo que dicen y con el desvelamiento de lo que nunca fue
dicho. No me interesa ese tipo de discurso religioso.
Tampoco me interesa demasiado la autoficción, como género
diferenciado de la autobiografía, donde los escritores se convierten
“nominalmente” en personajes de aventuras librescas o exóticas. Decidir
decir yo cuando se trata de yo no es exactamente lo mismo que decir yo
usando el nombre propio como recurso literario. Tampoco me interesa la
mitificación de la vida interior ni los seres que se desplazan a tres
centímetros del suelo. Las levitaciones. Wilde y Vonnegut matizaron con
mucha gracia esa mitificación de la vida interior, del especialísimo
talante de los escritores, cuando señalaron que las apariencias no
engañaban y había que tener mucho cuidado con lo que uno parecía ser
porque uno acababa siendo lo que parecía. Hay que escuchar a los
espejos… A mí lo que me interesa es ese yo que habla en sintonía con el
nosotros y escribe lecciones de geografía e historia.
En cuanto a la anatomía, en mis textos es una disciplina fundamental
porque, frente al carácter etéreo de la vida interior, para mí toda esa
posible vida interior está condicionada por la materia y el cuerpo, las
enfermedades, el dolor de muelas, el insomnio. Me interesa el yo que
habla, no desde una idiosincrasia peculiar o una excentricidad extrema,
sino desde lo compartido y lo común, y que lo hace en primera persona
porque resulta más natural, más honesto, y de algún modo se revela
contra alguno de los mandatos de la literatura de prestigio, por
ejemplo, ese precepto deleuziano que dice que la legitimidad de
los relatos solo se alcanza desde la distancia de la tercera persona.
Por otro lado, cada libro es una máscara, incluso el autorretrato y el
desnudo son poses literarias que, sin embargo y no tan paradójicamente, a
menudo dejan a quien escribe en pelotas. Todos los matices, las
elecciones, son significativos cuando se escribe y cuando se lee un
libro. En cuanto al asunto de las portadas, elegí la de Daniela Astor
porque creo que resume bien una de las ideas principales de la novela:
la mezcla de pudor y provocación en el desnudo de una niña que se tapa
el pecho mientras saca morritos.
Entre estas dos novelas del yo, hay
un paréntesis en el que experimentas con el género negro o policial.
Publicas Black, black, black –del título se puede inferir sin duda que
estamos ante una novela negra– y su secuela: Un buen detective no se
casa jamás. Con Black… decías que el género policiaco resultaba un
instrumento muy adecuado para hacer visible lo que Žižek denomina la
violencia invisible del sistema. ¿Cómo se visibiliza esta violencia en
la novela? Y, ¿por qué el género negro es el más adecuado para ello?
La violencia se visibiliza en estas novelas en dos niveles: en el de
esas vidas cotidianas que reflejan la violencia del sistema económico y
en el de la violencia inmanente al discurso de seducción de los géneros
literarios más valorados. La lógica del neoliberalismo empapa una
cotidianidad cutre, insatisfecha, marcada por la injusticia, el
abandono, la exclusión, la xenofobia, el crimen y del mismo modo empapa
las novelas negras como formas ideológicas que clientelizan a
los lectores. La novela negra hace mucho que no es el género más
adecuado para la denuncia política porque, al ser un género altamente
codificado, propicia un tipo de lectura que va buscando el
reconocimiento y la comodidad de los lectores: dos efectos secundarios
que para mí se sitúan en las antípodas del tipo de incertidumbre que
provoca la lectura de textos con una pretensión de denuncia política y
social.
El carácter ultracomercial de la última novela negra nos habla de su
escaso potencial crítico –el éxito masivo no suele conciliarse con las
visiones artísticas más urticantes y transgresoras- y de la necesidad de
ciertos lectores de tranquilizarse y sentirse buenos mientras leen.
Casi podríamos decir que existe una paradoja en la transformación de un
género que nace para denunciar la violencia del sistema y acaba
convirtiéndose en violencia del sistema a través de la utilización de
una retórica literaria que manipula a los lectores situándose por encima
de ellos, trampeando, activando estrategias de seducción que en el
fondo son estrategias de poder. Uno de los mecanismos de seducción más
inquietantes es el de la adulación hacia los lectores, la búsqueda del
ensoberbecimiento del lector como estrategia de marketing; ahora están
poniendo un anuncio del banco de Santander que utiliza ese recurso: una
mujer se dirige al cliente y le dice que él es quien decide, el que
manda, el que siempre tiene razón y que, por eso, para el banco el
cliente es siempre lo primero… Además de la circularidad del argumento y
de la falsedad manifiesta de dichas afirmaciones, yo como receptora de
un mensaje desconfío cuando halagan mi vanidad más de la cuenta,
sospecho –y posiblemente no me equivoco- que me engañan y que las buenas
palabras son una manera de darme gato por liebre…
En resumen, si no violentamos el género negro desde sus tics
retóricos tranquilizadores, no seremos capaces de visibilizar esa
violencia del sistema frente a la cual reaccionó en sus orígenes. A
menudo el negro se reduce a parafernalia, repetición, códigos
televisivos, lenguaje literario plano y pensamiento políticamente
correcto. Parte del negro actual –no todo- a menudo se queda en la
artificiosidad de la novela enigma, en los conejos que salen de la
chistera del prestidigitador, en los golpes de efecto y en los
psicópatas que son malos porque están locos y no porque sean ese tipo de
víctima del sistema que acaba convirtiéndose en verdugo.
Por último, me gustaría recordar que entre esas narraciones del yo –La lección de anatomía autobiográfica, Daniela Astor y la caja negra no- y Black, black, black
hay un vínculo que vuelve a relacionarse con los géneros
autobiográficos; en esta última novela los códigos habituales del género
policial se violentan porque algo fractura el discurso previsible y
obliga al lector a formularse una pregunta que lo saca de esa zona de
confort de la que hablábamos antes: en el relato de la investigación de
un crimen se introduce el diario de una mujer que nos cuenta su
menopausia, sus relaciones con el hijo, con el vecindario, sus hábitos
buenos y malos… Un género autobiográfico, que nada tiene que ver con mi
autobiografía, es el recurso empleado para producir cierto desasosiego
retórico y romper con los esquemas convencionales del negro. La fractura
formal y genérica aspira a tener una repercusión en el proceso de
lectura y el intento de romper ciertos hábitos y prácticas de lectura,
para mí, tiene algo de una acción política.
La utilización del género policial
no es exclusivo de la narrativa de Marta Sanz. Autores de izquierda como
Belén Gopegui, Rafael Reig o Víctor Sombra Macarrón también se han
servido, en mayor o menor medida, de tramas policiacas para construir un
discurso narrativo antisistema. Podemos decir que estamos viviendo una
thrillerización de la novela. ¿El capitalismo, con sus tramas de
corrupción, se cuenta mejor desde la novela negra?
No. Porque, como acabamos de comentar, tengo la impresión de que la
novela negra se ha convertido en novela rosa y en la indagación en lo
rosa es donde a lo mejor recuperamos el impulso del primer género negro.
Creo que asumir esos códigos, fuertemente condicionados por la
expectativa casi siempre frustrada de vender, es asumir parte de la
violencia que el sistema impone. Si las formas son ideológicas –y la
novela negra se ha convertido en una expresión de la ideología dominante
como objeto de consumo, por el tipo de lectura que propicia y por la
visión de la cultura que apuntala-, no podemos aspirar a que un género
sea solo un molde que yo pueda rentabilizar para convertirlo en la pizca
de azúcar que endulza la píldora amarga, en el arca o el container
“digestivo” donde depositar otro tipo de contenidos ideológicos o de
mensajes explícitamente políticos.
La thrillerización obligatoria de la novela, la best-sellerización,
la uniformización de la novela son para mí motivo de reflexión
permanente. En todo caso, cuando les damos vueltas estas cuestiones,
colocamos la lectura en el territorio de la flagelación, la tortura
china, el displacer, lo abstruso… Y no es así: se trata de proponer una
forma de pensar juntos, en diálogo con la comunidad, a través de los
textos literarios. Y esa conversación o esa tertulia pueden ser
gratificantemente oscuras –a veces la oscuridad es muy estimulante-, y
muy divertidas. Aunque da miedo utilizar determinadas palabras: a veces
no sé de lo que hablamos cuando decimos que algo es “divertido”.
En tus primeras novelas –yo
establezco el corte en Animales domésticos, donde hay, por primera vez,
una apuesta abiertamente realista–, se observa que los conflictos de los
personajes son subjetivos. Sin embargo, aunque todavía no se propone un
horizonte político para solventar estos problemas individuales, se
respira un malestar que pervierte el consenso que había alcanzado una
sociedad que escribía su propio relato como una sociedad sin conflicto
ni contradicciones. Este malestar subjetivo –que también está en las
primeras novelas de Ray Loriga o en los primeros discos de Nacho Vegas–
sutura el pensamiento dominante (al mostrar que todo conflicto se
encuentra en el yo), pero, a la vez, es tanto el malestar, la angustia,
la ansiedad manifiesta, que satura, desborda, el imaginario dominante,
rompiendo el consenso de una sociedad feliz. Este hecho es un síntoma de
que si el malestar se canaliza en un discurso político, se articula
política y socialmente, el sistema puede agrietarse. ¿El recorrido de la
narrativa de Marta Sanz es paralelo al que ha ido realizando la
sociedad española?
No lo sé, David. Comparto esa visión de “romper el consenso de una
sociedad feliz” y, por eso mismo, no hablaría de paralelismo respecto a
la deriva de la sociedad española. Hablaría más bien de contractura.
Siempre he tenido la sensación de escribir cosas cuando no tocaba
escribirlas. Como los Belinchones del Manual de literatura para caníbales de Rafael Reig, pero en lugar de en plan flashback, en plan flashforward.
Escribir siempre desde una posición incómoda. Desde una mirada
incómoda, incluso cómicamente agorera. Por ejemplo, escribí mi novela de
la crisis, Animales domésticos, en 2003. Escribí sobre la
descomposición de las clases medias, sobre la precarización laboral y
sobre cómo se iba ensanchando la brecha de la desigualdad. Sobre la
falsedad del mito del self made man y la mentira manifiesta de
esa teoría económica del goteo hacia abajo que dice que todos vamos en
el mismo barco y que si los ricos se hacen más ricos eso repercute en
beneficio de todos. Un año después escribí Amour Fou, una
novela que ha sido publicada diez años más tarde por una editorial de
Miami, La pereza: en ella describía casos de violencia policial y de
torturas en las comisarías en un momento donde decir eso en el seno de
la paradisiaca sociedad española era considerado un acto de mala fe,
mala leche y sabotaje antidemocrático.
Precisamente ahora te iba a
preguntar por Amour fou. En tu ensayo No tan incendiario hablas de
totalitarismo de mercado, justo cuando como tú comentabas hace un
segundo acabas de publicar Amor fou en una editorial estadounidense
llamada La Pereza. Es tu última novela publicada, pero no escrita, ya
que la escribiste entre 2003 y 2004. ¿Por qué no fue publicada? ¿El
mercado es una nueva forma de censura? ¿O fue censura política?
Recordemos que la novela habla de torturas policiales, de represión, de
la marginalidad que sufren quienes se oponen al sistema…
Que el mercado sea una nueva forma censura es, en el fondo, una forma
de censura política. A mí me parece que las “dos” formas de censura se
vinculan: no compramos los productos culturales que nos incomodan, o
bien porque tenemos una visión arcangélica de la realidad o bien porque
consideramos que la cultura tiene la bien definida función de “no
molestar”. Precisamente los que argumentan que el arte o la literatura
no tienen una función social, son los que tienen más claro cuál es su
función. En el caso de Amour Fou, creo que confluyen varios
factores para que la novela fuese comprada dos veces y, sin embargo, no
fuera publicada ninguna de las dos: por un lado, era un texto que no
respondía a las pequeñas expectativas que se generaron en torno a mí
como miembro de un posible dream team (sic) de la literatura
escrita por mujeres; por otro, es una novela exigente con el lector:
discursos escritos y orales que dialogan, pistas a partir de las que los
lectores tienen que participar en el proceso de construcción del
significado sin ampararse en el subrayado explicativo; por último,
afronta temas espinosos de esos que no se quiere mirar de frente, que no
se nombran y que por tanto dejan de existir: cuáles son los límites de
la democracia; la normalización de símbolos de un patriotismo nacional
que remite a tiempos ni tan viejos ni tan pasados sobre los que se hizo
borrón y cuenta nueva; el relato como depravación; el amor como
compromiso público; o la manipulación interesada del relato de la vida
íntima de personajes que resultan incómodos en el espacio público…
Estamos hablando sólo de novelas.
Sin embargo, Marta Sanz también es poeta. Ha publicado el poemario doble
Perra mentirosa / Hardcore (Bartleby, 2010) y Vintage (Bartleby, 2013).
¿Qué te ofrece la poesía como discurso que no te ofrezca la novela?
Creo que abordo la poesía de una manera desvergonzada. No tengo miedo
cuando escribo poemas. Me siento irreflexivamente segura. A menudo
escribo poemas después de haber vivido una experiencia muy exigente en
el proceso de escritura de una novela. Me parece que mis novelas y mis
poemarios forman parte de lo mismo: siempre existe ese poso
autobiográfico que pretende dar cuenta del espacio común. Está la
presencia del cuerpo, del tabú y los límites. También el tema de la
memoria, presente en las novelas, pero muy especialmente en Vintage, un
poemario en el que procuro cuestionar las fórmulas para comercializar
la memoria y reducirla a objeto de consumo retro; creo que la memoria es
una facultad para construir la identidad, el relato de la identidad, y
que ese relato no se puede separar de los relatos de la memoria
colectiva. De la silenciada memoria de los perdedores, de esa memoria
que no se convierte en nostalgia televisiva.
En Vintage el cuerpo conserva la memoria de las
enfermedades, propias y ajenas, de la alimentación, de haber podido
comer o no yogures cuando eras pequeño. La memoria fisiológica y
personal son formas de la memoria política e histórica. En los poemarios
se hace más evidente una preocupación por el lenguaje como poder y la
necesidad de poner en tela de juicio los tópicos de la literatura desde
dentro de la literatura. El título Perra mentirosa es una
metáfora de ese tipo de literatura que se utiliza para emborronar lo
real en lugar de para mostrarlo. Escribir poemas que no suenen a poemas,
poemas que no sean solemnes ni sutiles ni recurran al imaginario de la
poesía mona. Me gusta el humor negro, la carne cruda, escribir
poemas a martillazos y novelas de género que defrauden las expectativas
de los lectores: contar ese mundo donde lo negro es rosa, y lo rosa
negro, como te decía antes.
Antes nos hablabas de los cuentos
de hadas y recientemente has colaborado con la editorial Alkibla con la
publicación de una versión de Blancanieves, en una colección donde
distintos autores adaptan cuentos clásicos para un público adolescente,
pero también adulto. Además, los cuentos se acompañan de fotografías de
rigurosa actualidad política que, a diferencia de lo que comúnmente se
hace, no sirven para ilustrar el cuento, para traducir en imágenes el
cuento, sino que proponen una trama paralela. ¿Cómo es la Blancanieves
de Marta Sanz?
Lo primero que me parece interesante de este proyecto es que, como tú
has apuntado, la imagen no ilustra la palabra, no la subraya, no es
redundante, sino que crea un relato paralelo; así el volumen tiene al
menos tres niveles de lectura: el del cuento revisitado, el del
excelente reportaje fotográfico de Clemente Bernad sobre las mujeres de
los campamentos saharauis y el de la posibilidad de que los lectores
relacionen activamente esa versión actualizada del clásico de los Grimm
con las fotografías del documental. Entre dos narraciones aparentemente
antagónicas existen muchos puntos de conexión: las mujeres, el
desarraigo, el espíritu de lucha… Además, me gusta mucho la idea de
combinar un género documental, pegado a la realidad, a las cosas a
menudo desagradables e injustas que suceden todos los días, con el
cuento de hadas como género de ensoñación. Creo que esa síntesis remite a
la idea de que los cuentos de hadas, más allá del tópico, a veces
funcionan como antípoda perfecta de la evasión y, ya desde pequeños, nos
ponen en contacto con todo tipo de parafilias, perversiones, luchas de
poder e iniquidades políticas.
Esa perspectiva negra de los cuentos de hadas es la que yo había procurado explotar en Un buen detective no se casa jamás, una novela plagada de referencias a La bella durmiente, Blancanieves, Piel de asno o Hansel y Gretel… Concretamente en esta versión de Blancanieves hablo
del patriarcado y el machismo, y de cómo ambos fomentan la rivalidad
entre mujeres. De cómo la esterilidad se ha utilizado a menudo para
excluir, castigar o apartar a las mujeres. Sobre todo en formas de
gobierno tan obsoletas e intrínsecamente antidemocráticas como la
monarquía. En mi cuento el espejo-narrador relata cómo la madrastra se
da cuenta de que Blancanieves no es su enemiga. La madrastra descubre el
rostro de su enemigo como la voz poética del Blues del amo de
Antonio Gamoneda. Y a partir de ahí se reescribe una historia donde una
Blancanieves sensual gesta y pare enanitos al menor roce con objetos,
animales o vegetales –sobre todo con los champiñones…- Mis enanitos
apuntan hacia la hipótesis de que el cuento de los Grimm se base en
hechos reales y los enanos sean el trasunto literario de niños
trabajadores en la mina, prematuramente envejecidos por efecto de la
dureza del trabajo y de la explotación.
David Becerra Mayor // Buensalvaje, nº 2 (enero-febrero, 2015), págs. 20-23.. Fuente: http://elasombrario.com/buensalvajees/2015/03/24/marta-sanz-el-modelo-femenino-actual-es-digital-recauchutado-serializado-y-de-pubis-infantil/
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