En un
breve ensayo titulado Poesía y
compromiso, Adrienne Rich cuenta que, durante la Dictadura de los Coroneles
en Grecia, un alto oficial de la Junta Militar le preguntó al poeta y
combatiente antifascista Yannis Ritsos, que se encontraba en ese momento bajo
arresto domiciliario: «Si eres poeta, ¿por qué te mezclas con la política?»
Ritsos contestó entonces, según el relato de Rich, que «un poeta es el primer
ciudadano de su país y por esta misma razón su tarea es estar preocupado por la
política de su país»[1].
En la respuesta de Yannis Ritsos acaso
se encuentre la primera proposición que debe asumir una poesía que se declare
«política». Lo político, en su sentido etimológico, es aquello que afecta al
modo de hacer las cosas en la polis,
en la ciudad. Una poesía política, pues, tendrá que abordar aquellos temas que
conciernen al conjunto de la ciudadanía. No podrá ensimismarse, encerrarse, dar
la espalda a la realidad que habita. En tanto que discurso público –que se
publica–, la poesía «política» debe participar en el debate público, intervenir
en la sociedad, en su construcción, pero también en su cuestionamiento. La
poesía –o más bien, el poeta– debe actuar como un ciudadano más. En este
sentido, Jorge Riechmann, uno de los poetas más insignes de la llamada «poesía
de la conciencia crítica», ha afirmado que «casi nunca me olvido de que soy un
ciudadano cuando escribo poesía»[2].
En España existe una larga tradición
de poesía «política». La guerra y la posguerra civil española sacó la poesía de
los cafés literarios y de las torres de marfil para llevarla al pueblo y a las
trincheras. La poesía, como lo expuso por medio de una metáfora brillante
Miguel Hernández, actuó como los «ruiseñores que cantan / encima de los fusiles
/y en medio de las batallas»; y dejó de ser el poético un discurso producido
por y para la élite intelectual para acercarse a la «inmensa mayoría», como
quería Blas de Otero. En la actualidad, a pesar de los cantos de sirena de la
posmodernidad que le ha arrebatado a la poesía –a la literatura, en general— su
vocación combativa, y la ha retrotraído de nuevo al ámbito de lo íntimo o a la
mera –estéril y vacía– reflexión estética sin consecuencias sobre lo real, existe
en España una poesía «política», crítica, contrahegemónica, disidente o
antagonista, que nos invita a volver a confiar en la poesía como un arma –cargada
de futuro, pero también de memoria– para cuestionar y transformar la realidad. El
proyecto poético que en la actualidad mejor representa esta propuesta en España
se encuentra en la llamada «poesía de la conciencia crítica».
El poeta y crítico literario Alberto García-Teresa,
en un libro imprescindible y de referencia sobre la materia titulado Poesía de la conciencia crítica, ha
estudiado, de forma pormenorizada, con gran rigor y exhaustividad, las
características estéticas y políticas de esta corriente y ha compuesto, de una
manera cuasi enciclopédica, un canon de autores que constituyen la llamada
«poesía de la conciencia crítica». En su ensayo, García Teresa subraya que la
«principal característica de la “poesía de la conciencia crítica” consiste en
que estos poetas sitúan el conflicto socioeconómico y político que atraviesa la
actual coyuntura histórica en el centro y en el eje (implícita y
explícitamente) de su creación poética, manifestándolo de una manera crítica. A
partir de él, vertebran toda su percepción y su extensión, abordando multitud
de temas, pero siempre desde la interiorización lírica de tal conflicto. De
este modo, estos poetas no solo reconocen la situación de conflicto, sino que
la denuncian adoptando un posicionamiento y una perspectiva de clase social
incluso cuando tratan temas de naturaleza íntima como el amor, por ejemplo»[3].
La poesía de la conciencia crítica, sin embargo, no puede reducirse a una
escuela o movimiento estético homogéneo; al contrario, en esta poesía es
posible reconocer una gran variedad de tonos y registros. Esta heterogeneidad
de propuestas estéticas que ha estudiado García-Teresa en su ensayo queda
asimismo ejemplificada en una suerte de muestrario poético titulado Disidentes[4],
una antología –preparado por el mismo García-Teresa– que permite conocer lo que significa la
«poesía de la conciencia crítica» mediante la lectura directa de sus versos.
Cuando a finales de la década de
los ochenta surge la «poesía de la conciencia crítica», existía en España otra
corriente poética «comprometida» que estaba empezando a consolidarse como
corriente hegemónica de la poesía española: la «poesía de la experiencia». La «poesía
de la experiencia» encuentra sus orígenes en la llamada «otra sentimentalidad»,
un movimiento poético formado inicialmente por tres jóvenes poetas de Granada:
Luis García Montero, Álvaro Salvador y Javier Egea. Debido a la influencia que
recibieron de Juan Carlos Rodríguez, profesor de Literatura española de la
Universidad de Granada y uno de los teóricos marxistas más importantes e
influyentes de España, estos jóvenes poetas articularon, en un manifiesto
titulado La otra sentimentalidad, un
discurso poético que nacía del descubrimiento, o la toma de conciencia, de que
la ideología burguesa produce nuestra propia vida, nuestra subjetividad, y que
en consecuencia se hace imprescindible romper con esta ideología que nos construye
para poder construir una subjetividad –una sentimentalidad— otra.
El infierno no son los otros –como decía Sartre–, sino que se encuentra dentro
de nosotros, como así lo señala Ángeles Mora, una de las autoras de esta
corriente. El capitalismo no está fuera de
nosotros, sino que vive en nuestro interior, en nuestro inconsciente. La teoría
del «inconsciente ideológico» que teorizaba Juan Carlos Rodríguez en sus clases
y en sus libros se hizo verso de la mano de estos poetas.
En esta reflexión poética –que
es también política— están los inicios de «la otra sentimentalidad», pero se van
abandonando a medida que algunos de sus miembros y sus poéticas empiezan a
hegemonizar el campo poético español. Esta poesía se normaliza, se
institucionaliza; y a partir de este momento se deja de hablar de la «otra
sentimentalidad» para empezar a hablar de la «poesía de la experiencia». Los
postulados materialistas dejan paso a la celebración de la cotidianidad. Si en la
poesía de la «otra sentimentalidad» lo subjetivo adquiría una enorme
importancia en la composición del poema, pero entendiendo siempre que la
subjetividad está siempre atravesada por el afuera
(el capitalismo y la explotación), la subjetividad, como elemento protagónico
de la «poesía de la experiencia», se vacía de contenido histórico y político.
El yo solo se explica como una
construcción que surge de su propio interior, no como una construcción del
sistema capitalista; la voz individual e íntima queda entonces desligada del nosotros.
Dos libros que de forma muy rigurosa explican y también debaten esta corriente
literaria son La otra sentimentalidad.
Estudio y antología de Francisco Díaz de Castro[5],
que con perspectiva histórica no solo explica y delimita lo que fue «la otra
sentimentalidad» sino que además incluye sus textos fundacionales, y Poesía y poder del Colectivo Alicia Bajo
Cero[6],
un libro de exploración teórica y práctica que cuestiona los postulados
estéticos e ideológicos de la «poesía de la experiencia».
Podría decirse que la muerte
Javier Egea, uno de los fundadores de la «otra sentimentalidad», quien se quitó
la vida en 1999, marca de forma simbólica el fin de esta corriente poética
materialista. Sin embargo, el proyecto de la «otra sentimentalidad», materialista
y crítico, pervive en la obra poética de autores como Ángeles Mora. También en la obra de Javier Egea. A pesar de
su muerte y del silencio al que fueron sometidos sus versos –incluso cuando
todavía vivía el poeta–, en el último lustro la obra completa de Javier Egea ha
sido publicada, en tres volúmenes, por la editorial Bartleby, y una antología
poética, titulada A pesar de sus ojos,
preparada por Jairo García Jaramillo, ha visto la luz este año en la editorial
Esdrújula.
La «otra sentimentalidad» y la «poesía
de la conciencia crítica» son las dos corrientes que aúna poesía y compromiso
político, pero ni mucho menos monopolizan el campo poético en su totalidad.
Otros y otras poetas, no vinculados a dichos movimientos poéticos, también practican
un tipo de poesía que pretende enfrentarse al poder. Es un ejemplo claro, entre
otros, el caso de la también novelista Marta Sanz.
Son varios, pues, los modos de
abordar el compromiso político desde la poesía. Sin embargo, es posible
observar cómo todos ellos comparten un mismo objetivo común: el cuestionamiento
del capitalismo, pero también del lenguaje y de la literatura como «institución»,
que funciona como una canal de reproducción de la ideología dominante. Pero hay
algo más. Adrienne Rich nos cuenta una nueva historia, la del comandante
israelí David Zonshein. Un día cayeron en sus manos unos versos del poeta Yitzhak Laor. Los versos hablaban de la ocupación de Gaza. El soldado
israelí experimenta, al leerlos, la sensación de estar mirando «algo que le estaba
prohibido ver». Aquel soldado, que se concebía a sí mismo como un «combatiente
por la libertad», se observa ahora, tras leer el poema, como un invasor cruel. El
poema transformó al lector, en este caso a Zonshein, que abandonó la carrera
militar y aprendió a decir no[7].
Acaso no haya mejor forma de
definir una poesía que desafíe al poder: enseñar lo que nos está prohibido ver.
Visibilizar lo invisible. Mostrar lo prohibido. Revelar que existe la posibilidad
de decir no como una forma de resistirse al poder.
David Becerra Mayor // El Viejo Topo, nº 344 (septiembre 2016), págs. 34-35.
[1]
Adrienne Rich. Poetry and Commitment.
New York: W. W. Norton & Company, 2007.
[4] VVAA. Disidentes. Antología de poetas críticos españoles (1990-2014). Selección y
edición de Alberto García Teresa. Madrid: La Oveja Roja, 2015.
[5] Francisco Díaz
de Castro. La otra sentimentalidad.
Estudio y antología. Sevilla: Fundación José Manuel Lara, 2003.
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