La escena es propia de un capitalismo periférico y subdesarrollado:
un sector primario improductivo e ineficiente, anquilosado en antiguas
técnicas de explotación de la tierra, expulsa del campo a los
trabajadores que, para ganarse la vida, acuden en masa a las ciudades en
busca de un futuro mejor. Sin embargo, el capitalismo no ha concluido
el desarrollo de sus fuerzas productivas y es incapaz de absorber al
nuevo proletariado que vive hacinado en las casuchas y covachas que se
improvisan en los arrabales de las ciudades. De este desajuste nace el
mundo del hampa, el lumpemproletariado: hombres y mujeres sin más
posesión que sus manos y que no tienen nada más que vender que su propia
vida, su cuerpo, su fuerza de trabajo. Pero no hay nadie que se los
compre.
En este ambiente viven los protagonistas de la novela Las cruces sobre el agua, de Joaquín Gallegos Lara, publicada en 1946. Por sus páginas desfilan personajes muy diversos. No es una novela coral, más bien colectiva, donde las distintas voces terminan confluyendo el 15 de noviembre de 1922. La novela de Gallegos Lara retrata la vida de violencia y miseria en la que viven personajes como Margarita, obligada por su marido a ejercer la prostitución; como la cigarrera Leonor, que regresa a casa con los olores del tabaco adheridos a su cuerpo; como los trabajadores de la herrería, que no saben si hacerle una huelga al patrón Mano de Cabra o darle su merecido en forma de apaleamiento; como el Loco Becerra, el cacaotero que decide tomarse la justicia por su mano cuando descubre que su mujer se acuesta con el gordo Fantasía, el cobrador del arriendo, para cancelarle los recibos de los 6 meses de retraso; o como el panadero, Baldeón, que sufre la peste bubónica y que se muestra reticente a ser llevado al hospital, porque allí muere la gente: la idea del progreso y la modernidad no forma parte de las vidas de los invisibilizados por la sociedad, que solamente acude a su rescate cuando su enfermedad puede extenderse por los barrios ricos.
Estos son algunos de los personajes que habitan las páginas de Las
cruces sobre el agua, de Joaquín Gallegos Lara, pero sobre todos ellos
sobresalen sus dos verdaderos protagonistas: Alfredo Baldeón y Alfonso
Cortés. Si el primero toma conciencia de clase en el ejercicio de
distintos oficios, desde panadero hasta herrero, pasando por soldado en
Esmeraldas, el segundo puede acudir al colegio Rocafuerte, gracias al
esfuerzo de su familia, y construir un discurso político desde el
conocimiento y la cultura. Una escena infantil define a Alfonso:
mientras los otros muchachos empapelan sus cometas con banderas
francesas o alemanas, nuestro protagonista lo hacía con la bandera de
Ecuador. Los muchachos se ríen de su bandera que, aunque “es la de
nosotros”, como dice Alfonso, ellos siguen cuestionándola: “¿Y eso qué
hace? ¿Qué guerras ha ganado, qué ha hecho, qué es el Ecuador?”. Alfonso
no sabía qué contestar, pero seguía empapelando sus cometas con el
color de la bandera nacional “con una mezcla de humillación y orgullo”.
La suma de la conciencia de clase de Alfredo y el amor por “las palabras
pueblo y libertad [que Alfonso] aprendió en los libros de Montalvo”, la
clase y la nación, constituyen la base del pensamiento revolucionario
ecuatoriano.
Era preciso empezar a cambiar las cosas. Era imprescindible construir un nuevo mundo que no obedeciera al diagnóstico que Alfonso ofrece de su realidad circundante: “una tierra en la que reina el hambre y la muerte, donde aspirar a ser feliz es una canallada”. Y llegó el 15 de noviembre. Y, como se dice en la novela, “todo Guayaquil, menos los ricos” salió a la calle a protestar, a exigir que para ser feliz no fuera necesario robar a los demás. La precariedad compartida de todos los personajes de Las cruces sobre el agua, su rabia y su indignación se canalizan a través de su participación en la huelga general.
La protesta del pueblo fue asfixiada por la represión policial que
culminó en masacre. “No son ladrones ¿sabe? Es el pueblo”, dice una voz a
quienes empuñan las armas. Pero dispararon y murieron centenares de
personas. Y cuando se restableció el orden -lo que la clase dominante
llama orden- volvieron los días “de la esclavitud y el hambre”. Muchos
perdieron la vida. Sin embargo, sus muertes no serían en vano, porque la
lucha y los muertos “quedaban grabados como la mordedura del hacha en
el tronco del guayacán: los lustros ampliarían su huella en las capas de
los nuevos años”. La recordación de los muertos traerá nuevas luchas
que harán caer el tronco. Basta con no olvidar, con mantener su lucha en
la memoria.
Después de la masacre, Alfonso abandona Guayaquil. Pasan algunos años y decide regresar. Se asoma al Guayas y por el extremo de los muelles ve aparecer un grupo de cruces negras, que “se erguían, flotando sobre boyas de balsa. Eran altas, de palo pintado de alquitrán. Las ceñían coronas de esas moradas flores del cerro, que se consagran a los difuntos”. ¿Qué significan esas cruces?, le pregunta a un zambo cargador: “¡Ahí adebajo, de donde están las cruces hay fondeados cientos de cristianos, de una mortandad que hicieron hace años. Como eran bastantísimos, a muchos los tiraron a la ría por aquí, abriéndoles la barriga con bayoneta, a que no rebalsaran. Los que enterraron en el panteón, descansan en sagrado. A los de acá ¿cómo no se les va a poner la señal del cristiano, siquiera cuando cumplen años?”. Alfonso, entonces, cae en la cuenta de que es 15 de noviembre. ¿Quién pone las cruces?, pregunta. “No se sabe: alguien que se acuerda”.
No se sabe: alguien que se acuerda. Del mismo modo que la lucha se diluye en lo colectivo, la memoria de quienes lucharon no la custodia un individuo concreto. En ese “alguien que se acuerda”, indefinido, late la voz de un pueblo que igual que se enfrentó a la injusticia, se enfrenta ahora a quienes quieren borrarlos de la historia. De su lucha saldrán nuevas luchas y de su memoria habrá de germinar un mundo nuevo. Porque quizá, como termina la novela, “esas cruces eran la última esperanza del pueblo ecuatoriano”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario