Walter Benjamin vivió tiempos oscuros poco dados a la
celebración del optimismo, pero tampoco se trataba de claudicar, de rendirse ante
la fatalidad. Benjamin apostaba por la articulación del pesimismo. Se trataba
de canalizar las malas vibraciones de la época en torno a un proyecto político
emancipador, capaz de combatir el fascismo y el capitalismo que lo generaba.
Nuestros tiempos difieren de aquellos que sufrió Benjamin, ya que por el
momento no huimos del nazismo para encontrar la muerte en Portbou. La crisis
nos azota, pero no todo está perdido, hay espacios para la lucha, para la
resistencia e incluso para la construcción del cambio. Y en el ámbito de la
cultura, también. Solamente es necesario no caer en el pesimismo, sino
articularlo políticamente.
Para
construir una política cultural distinta a la que promueve el modelo capitalista,
resulta indispensable no errar en el diagnóstico. Hay que reconocer los
problemas existentes para alcanzar resoluciones concretas. Y uno de los grandes
escollos a los que nos tenemos que enfrentar, a la hora de construir una política
cultural crítica y en libertad, es la concentración del capital editorial. Si
acudimos a los datos comprobaremos de inmediato que cada vez se encuentra en
menos manos la decisión entre lo que se puede y no se puede leer: en
1984 cerca del 50% de lo que se publicaba en España lo controlaba el 3,5% de
las editoriales, y en 1998, de los 425.000 millones de pesetas que facturaba el
sector editorial, 115.000 millones pertenecían al Grupo Planeta. No hay
libertad de expresión cuando el poder se encuentra tan concentrado. Si
democracia es repartir el poder, el ámbito editorial –tal y como está
construido– se comporta de una manera muy poco democrática. Y si la función del
Estado es hacer llegar la democracia donde no la hay, una primera resolución de
política cultural tendría que pasar, obligatoriamente, por romper la tendencia
monopolística del sector editorial en España. De lo contrario, se resentirá la
salud semántica de este país.
Una política cultural debe oponer
resistencia a la mercantilización de la cultura. No podemos dejar que sean
grandes multinacionales, cuyo sector no es precisamente el cultural, quienes
gestionen la cultura. En los últimos años hemos asistido al bochornoso
espectáculo de ver cómo marcas de helado han pasado a programar la cartelera de
uno de los teatros más emblemáticos de Madrid o cómo las marcas de cerveza rebautizan
las salas de conciertos, marcando su agenda. Si la cultura depende de la buena
voluntad de las multinacionales, de la vocación altruista de un mecenas,
difícilmente podremos construir una cultura crítica y en libertad.
Por esta razón, es urgente
desvincular la cultura de un entramado económico que, lejos de liberarla, la
asfixia. Hay que rescatar la cultura de un modelo que solamente entiende la
cultura ligada a los macro-eventos. En el capitalismo español, las inversiones
en cultura han estado vinculadas al pelotazo inmobiliario y urbanístico. Al
tiempo que la política del pelotazo construyó aeropuertos sin aviones y trenes
sin pasajeros, se construyeron también bibliotecas sin libros y cines y teatros
sin espectadores. Hay que modificar de raíz esta dinámica potenciando la
cultura de base, transfiriendo las competencias en cultura a los centros
sociales y culturales de barrios de pueblos y ciudades para que la ciudadanía
no sea únicamente un receptor –o consumidor– de la cultura que hacen otros, sino
que se convierta en productor cultural, se empodere a través de la cultura.
Una crisis de régimen, como la que hoy vivimos, no sólo
se traduce en una crisis económica y política, sino también en una crisis de
los significantes en torno a los cuales había existido un consenso. La crisis
ha vaciado de sentido esos significantes y es nuestra tarea reconstruirlos. Y uno
de esos significantes es el de cultura. Tenemos que resignificar la palabra cultura, construir un nuevo significado
que nos aparte de la lógica mercantil destinada al ocio y al espectáculo en que
se había convertido con el capitalismo. Tenemos que volver a plantearnos qué
entendemos por cultura para construir una cultura con potencial político y
crítico, que no renuncie a intervenir en la plaza pública, que ejerza su
derecho ciudadano de formar parte del debate, de la discusión, del disenso.
Decía el poeta ecuatoriano Jorgenrique Adoum que la literatura se ha convertido
en una niñera cuya función es hacernos dormir, es entretenernos cuando no
trabajamos, como si cuando no estamos produciendo alguien tuviera que cuidar de
nosotros, no vaya a ser que nos pusiéramos a pensar y a querer cambiarlo todo. Hay
que construir una cultura distinta, otra,
una cultura que en vez de conciliarnos el sueño, nos despierte del letargo.
Pero a la vez, cuando planteemos una nueva política
cultural para tiempos nuevos, tenemos que reflexionar sobre el lugar que
deberán ocupar los productores culturales en una sociedad post-capitalista. Se
hace imprescindible diseñar un nuevo escenario donde no sólo
una pequeña minoría de los productores culturales logre vivir de su trabajo y donde
el resto tenga que compatibilizar un trabajo remunerado con su vocación
artística o cultural. Ya decía Ángel Rama en un artículo titulado “Diez
problemas para el novelista latinoamericano”, publicado en la revista cubana Casa de las Américas, en 1964, que los escritores, debido a
la escasa remuneración de su trabajo como escritores, tenían que desarrollar
otras actividades laborales, cumpliendo “en forma doble su contribución a la
comunidad a la que pertenece”. Para evitar que los trabajadores culturales contribuyeran
doblemente a la sociedad, Rama hablaba de la necesidad de reubicar a los
profesionales de la cultura, remunerando su trabajo creativo a tiempo completo.
De este modo, se impediría que los escritores se convirtieran en “écrivains de dimanche” y que, en
consecuencia, su obra se tuviera que ver salpicada por “el apresuramiento, la
improvisación, la falta de tensión y de rigor”, al “trabajar sobre la fatiga”. Ángel
Rama estaba reclamando un nuevo lugar para los productores culturales, un lugar
donde se reconociera que por medio de su trabajo artístico se estaba ya
contribuyendo a la comunidad, sin tener que realizar otras tareas para lograr
un sustento de vida. Es nuestra tarea encontrar/construir ese nuevo lugar.
Decía Hugo Chávez que si la naturaleza fuera un banco ya
lo habrían rescatado. Lo mismo podemos decir de la cultura. Pero nadie va a
venir a rescatar la cultura. Por este motivo, nos corresponde a nosotros emprender
la tarea. Es ya urgente un plan de rescate de la cultura y de protección de los
productores culturales. Parecen malos tiempos para la cultura, pero no nos
dejemos caer en el pesimismo, articulémoslo políticamente. Empecemos. Manos a
la obra.
David Becerra Mayor // ADE Teatro. Revista de la Asociación de Directores de Escena de España, nº 125 (diciembre, 2014). págs. 8-9. Fuente: http://www.adeteatro.com/
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