Hacer la Revolución es tratar de transformar la sociedad
a partir de la correlación de fuerzas existente. Vivir la pesadilla de una
larga noche neoliberal, de la que todavía no nos hemos despertado, tiene sus
consecuencias. La hegemonía capitalista no solo se materializa en la lógica de
acumulación y concentración del capital, en los llamados ajustes y reformas en
nombre de la austeridad, en la privatización de los servicios públicos, en la
acumulación por desposesión –que diría Harvey–, sino también en nuestro
inconsciente, cada vez más colonizado por la ideología del capitalismo
avanzado. La lógica cultural capitalista nos ha llevado a concebir la cultura
en términos de autonomía respecto a la sociedad y el Estado y, en consecuencia,
se ha instalado en la sociedad, como una suerte de sentido común, que no hay
que regular la cultura, sino dejarla fluir libremente. Claro que de autonomía,
nada; más bien una estrecha dependencia de las leyes del mercado: solo existe,
también en lo cultural, aquello que vende. Solo vende aquella mercancía
cultural –valga el oxímoron– que tiene detrás un gran grupo que le permite abrirse
camino en la selva del mercado.
Si hacer
la Revolución es tratar de transformar la sociedad a partir de la correlación
de fuerzas existente, hay que reconocer que a esta batalla llegamos
debilitados. Por esta razón, cuando nos planteamos una política cultural,
enmarcada en un horizonte de transformación post-capitalista, o al menos
post-neoliberal, debemos asumir con qué fuerza llegamos, qué capacidad de
cambio real tenemos, para evitar futuras frustraciones. Hay que asumir que en
una primera fase revolucionaria, la socialización de los medios de producción
de las palabras será imposible. Es por ello que tenemos que traducir nuestro
potencial transformador en medidas concretas, en acciones que puedan realizarse
de forma inmediata una vez alcanzado el gobierno (que no el poder). Si no
podemos cambiar la titularidad –de privada a pública– de los medios de
producción habrá que intentar regular el mercado cultural para tratar de
contrarrestar la hegemonía de quienes hoy dominan ese sector llamado «cultura».
Como decía el teórico del socialismo del siglo XXI Michael Lebowitz, «no se
trata simplemente de un cambio en la propiedad de las cosas; se trata de algo
mucho más difícil: cambiar las relaciones de producción, las relaciones
sociales en general».
¿Cómo se
cambian las relaciones sociales en el ámbito de la cultura? Antes de responder a
la pregunta formulada, acaso habría que sentar cuáles son los problemas que
habría que corregir en el sector. Uno de los problemas acaso más acuciantes a
resolver sea el déficit de pluralidad cultural existente, debido a que –como ya
señalábamos en el artículo anterior [ADE-Teatro,
nº 125 (diciembre, 2014)]– la decisión entre aquello que se lee y lo que no se
lee se concentra cada vez en menos manos. Este hecho merma la pluralidad de la
sociedad y perjudica su salud semántica. Además, cabe añadir, los mismos dueños
de las editoriales controlan también, directa o indirectamente, las páginas
culturales de los diarios y sus suplementos de cultura, a través de participar
con capital en su sustento, bien por la vía de acciones, bien por la
introducción de publicidad en sus páginas, que es lo hace sostenible el
proyecto. Esta situación no favorece a la libertad de elección en un mercado
hegemonizado por el gran capital. Lo mismo ocurre en el cine, donde las
carteleras ofrecen apenas un resquicio de pluralidad, ocupadas en su mayoría
por grandes producciones, casi siempre venidas de Hollywood.
¿Cómo
resolver este problema? Mediante leyes o incentivos. De entrada, no va a ser
posible socializar editoriales ni cines ni distribuidoras, pero sí legislar a
favor de la pluralidad cultural y, por ende, a favor de los receptores –que han
de dejar de ser meros consumidores– de la cultura. Se trataría de incentivar a –por
ejemplo– librerías para que en sus escaparates, mesas de novedades, y aun en su
fondo, tuvieran un porcentaje concreto de libros publicados por editoriales
independientes. En la selva/mercado capitalista solo el más fuerte sobrevive;
para que la cultura no sea una selva sino un espacio plural y desmercantilizado
hay que proporcionarle a los más débiles –esto es, quienes no están impulsados
por grandes grupos editoriales– garantías para que puedan asomar con éxito la
cabeza. Esto garantizaría que las editoriales del gran capital no absorbieran
todo el mercado, no acapararan toda la oferta.
Decíamos que este objetivo se puede lograr por la vía
legislativa o por medio de incentivos. La primera opción, tal vez más agresiva,
obligaría por ley a que librerías reservaran un espacio, en sus fondos, mesas y
escaparates, a libros que no provienen del gran capital. Es complicado, ya que
implicaría la existencia de controles físicos, hoy inviables, al no poder
informatizarse ese dato (como sí ocurre, por ejemplo, en las proyecciones de cine).
La segunda, en cambio, incentivaría a que siguieran la sugerencia, a través de
publicidad gratuita o ayuda en recursos para la organización de actividades con
autores en la librería.
En el nuevo escenario que hemos de ir construyendo de
mayor pluralidad cultural, se debe lograr un compromiso, por parte de quienes
diseñan la parrilla televisiva y radiofónica, de establecer una programación
cultural adecuada y cuidada que contemple, como código innegociable, la
pluralidad. Los medios de comunicación, tanto públicos como privados, deben
garantizar que se de igual visibilidad a contenidos procedentes de los grandes
grupos editoriales como a pequeñas editoriales independientes. Lo mismo se
puede aplicar a las ferias internacionales, cuyos espacios hoy están totalmente
mercantilizados, y se ofrecen a precios que solo los grandes grupos pueden pagar.
Parece que la mano invisible del mercado cultural acaricia a unos mientras a
otros les azota. Este problema solo se resuelve por medio de una «Ley antimonopolio
en el ámbito cultural» que habría que empezar a trabajar en ella y a
desarrollarla.
Hay que trabajar para una verdadera pluralidad cultural,
para tener un país en verdad bibliodiverso. Para ello, no podemos descartar
tampoco –y para evitar que estas propuestas sean de verdad propuestas y no
meras ocurrencias hay que trabajarlas políticamente– la voluntad de construir
una red de librerías públicas. No es tan descabellado ni siquiera tan radical.
En México, las librerías del Fondo de Cultura Económica lo son y han creado las
mejores librerías del mundo hispanohablante.
Se nos puede argüir –y no sin razón– que con esta
propuesta, con propuestas de este calado, poco se contribuye a convertir la
cultura en un instrumento de transformación social, a resignificar la cultura, que
nuestra propuesta solo busca proteger la cultura en términos generales sin
hacer distinción entre aquella que busca intervenir en el espacio público y
aquella otra que vive, como hasta ahora ha sido la cultura dominante, ensimismada
en sí misma. Y es verdad. Decía Yanis Varoufakis, flamante
ministro de finanzas griego, que Syriza había venido a salvar al capitalismo de
sí mismo. Acaso nosotros, en esta primera fase de transición post-neoliberal,
no estemos planteando otra cosa: salvar la cultura del capitalismo, para
transformarla.
Tanto este como el primer artículo son muy interesante. Abordan cuestiones que, si todo va bien y se produce el añorado cambio político, deben estar sobre el tapete. Por hacer una pequeña crítica, en líneas generales ambos textos son quizás demasiado ""manuales de combate", por decirlo del algún modo, y poco analíticos. No estaría mal un buen estudio sobre el tema ;) Aquí tienes un lector de "La novela de la no-ideología" que disfrutaría de él.
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