Una vez desencadenada la polémica alrededor de la estatua del niño
betunero de Guayaquil, con la que se fotografió con gesto complaciente
el alcalde Nebot hace unas semanas, lo más sorprendente fue sin duda el
modo con que la derecha pretendió legitimar la construcción de la misma.
Para responder a la crítica del presidente Correa –“la miseria y la
explotación no forman parte del folclor”–, la derecha trató de
defenderse con unos pobres argumentos que, sin embargo, tenían algo de
verdad, pero mucho de tergiversación.
Parecía como si de pronto la derecha se hubiera puesto a leer a
Brecht, y aun a Lukács, para reivindicar un arte proletario. Sus
argumentos parecían bien traídos: la escultura constituía, decían, un
homenaje a la historia de los guayaquileños que, contra la adversidad,
fueron capaces de salir adelante con esfuerzo y espíritu de superación.
Era un homenaje a los oprimidos e incluso, podríamos decir, llevando
hasta el extremo sus argumentos, que era un tributo a la clase
trabajadora, casi siempre olvidada cuando se celebran las gestas
históricas nacionales. Por medio de este discurso, acusaban a quienes se
oponían o mostraban rechazo a la estatua del niño betunero de querer
borrar la historia, de pretender olvidar un pasado de miseria y pobreza
que sin embargo había existido.
Si la derecha hubiera leído a Marx hubiera esgrimido que en El
Capital se dedica un apartado entero a la legislación sanguinaria contra
los expropiados, donde se nos habla de cómo el capital necesitó
construir un mundo del hampa, un lumpenproletariat, para constituir un
ejército de reserva que hiciera descender los salarios. El niño betunero
fue una víctima de la explotación en el proceso de acumulación
capitalista y es de justicia homenajearlo, nos dirían si hubieran leído a
Marx.
Entonces, ¿cuál es el problema?, ¿por qué tanto recelo hacia la
escultura, tanta polémica en torno a ella, si la derecha, según sus
argumentos, parece apostar por un arte proletario?
El problema es que sus argumentos son falaces y que, como decíamos,
tienen algo de verdad, pero también tienen mucho de tergiversación. El
problema de la estatua del betunero es que nos convierte en cómplices:
nos invita a sentarnos frente a ella y a asumir el gesto clasista de
quien espera que se ponga de rodillas quien trabaja para él. La estatua
la completa quien la contempla, quien se sienta en ella y reproduce, con
su acto performativo, una relación laboral basada en la servidumbre. El
problema de la estatua del betunero es que invita, a quien la
contempla, a establecer una relación complaciente con un pasado en el
que la explotación infantil estaba a la orden del día, promoviendo una
visión romántica de aquellos tiempos de donde se extrae la escena.
No hay rastro de suciedad en el trabajo que el betunero desarrolla y
esta limpieza nos hechiza como espectadores, obligándonos a mantener una
posición a-crítica delante de ella; en vez de horrorizarnos, de
interpelarnos para que rechacemos la explotación, la estatua del
betunero nos provoca una sonrisa de complacencia y complicidad. Y aquí
está el problema.
Claro que habría que poblar las ciudades de estatuas que representen
el trabajo y la explotación como la del niño betunero, llenar las calles
de homenajes a una clase obrera sobre cuyas espaldas se construyó el
país, de los cholos que viven violentamente en Los que se van, de los
indios desplazados en Huasipungo, de los obreros que murieron en Las
cruces sobre el agua.
Las calles de las ciudades deberían homenajear a sus héroes
silenciados. El niño betunero es uno de esos héroes, pero le han robado
su dignidad, convirtiéndolo en parte del paisaje. El artista urbano
Bansky ha pintado recientemente, en una escalera, a un niño que bien
podría ser un betunero de Guayaquil. Viste harapos, calza unos zapatos
roídos por el tiempo, está mugriento y su mirada apenas logra ocultar su
tristeza. Al lado tiene un cartel que dice ‘no me ignores’.
A diferencia del betunero de Nebot, el niño de Bansky no nos hace
sonreír, ni siquiera deja asomar una mueca de condescendencia, nos eriza
la piel y el espanto nos activa política y socialmente, eleva nuestra
conciencia. Reclama que tomemos partido.
El arte urbano debe intervenir, en la ciudad y en nosotros para
cambiar nuestras calles, pero también para cambiarnos a nosotros mismos
cuando las cruzamos, cuando paseamos por ellas.
El arte debe empoderarnos como ciudadanos, no reproducir y normalizar
el clasismo de otras épocas. Se trata de levantar estatuas que en vez
de hechizarnos, nos reten a ser una parte activa de la transformación
social; estatuas que nos recuerden quiénes somos y dónde vivimos, que
hagan justicia a nuestra memoria histórica, que no borren la huella de
explotación y de miseria que llevamos tatuada en la piel, que requieran
nuestra atención no para alegrarnos el paseo, sino para que no olvidemos
el pasado, para que combatamos la injusticia, no para que nos
fotografiemos con ella.
David Becerra Mayor // Publicado en El Telégrafo (14 de noviembre de 2014), pág. 26.
David Becerra Mayor // Publicado en El Telégrafo (14 de noviembre de 2014), pág. 26.
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