Buscar

lunes, 22 de febrero de 2016

¿De qué hablamos cuando hablamos de guerras culturales?

Resultado de imagen de diagonal periodico
 
 
¿Qué son las guerras culturales: maniobras de distracción o intentos de fijar el marco de lo real? Cultura y política, un conflicto permanente.  
 
La escritora Marta Sanz, autora del ensayo No tan incendiario (Periférica, 2014), analiza para Diagonal el valor como espacios conflictivos de palabras, símbolos y proyectos artísticos. "Son acciones y representan posicionamientos ideológicos", resume. "Hacer una plaza al payaso Fofó implica un posicionamiento. Decapitar un teletubi. Ir al congreso de los diputados con un bebé y hacerle carantoñas. Escribir una novela. Enseñarle las tetas a Rajoy. Tirarle una tarta a la cara a Boyer disfrazado de Superman. Porque los símbolos nacen de nuestros prejuicios en la misma medida que los configuran. No son asépticos. Suelen reproducir la ideología dominante. Y cuestionar los símbolos es una forma de resistirse a ésta e incidir en la realidad. No son ámbitos separados".
Mientras Beyoncé rendía homenaje al 50 aniversario de la fundación de las Panteras Negras y mostraba su apoyo al movimiento de denuncia del racismo policial #BlackLivesMatter en su actuación durante el descanso de la Super Bowl, el mayor espectáculo deportivo de Estados Unidos, los dos titiriteros pasaban la segunda noche en prisión preventiva –con régimen de aislamiento FIES 3, el que se aplica a integrantes de bandas armadas– bajo la acusación de enaltecimiento del terrorismo por su obra La bruja y don Cristóbal.
Esta coincidencia ha provocado que se vuelva a hablar de "guerras culturales", entendidas como esos momentos de fricción entre cultura y política, valga la redundancia, en los que se discute lo que se puede o no mostrar en público, lo que la creación debe o no tocar, lo que significan o no las tradiciones; y se fija lo que se debe pensar.

Con distinta intensidad, daño causado y repercusión, hay varios episodios que ilustran este conflicto en los últimos tiempos. El cierre del diario Egunkaria en 2003, la prisión para sus directivos y la quiebra de la empresa hasta que la Audiencia Nacional absolvió en 2010 a los encausados de los cargos de pertenencia a ETA y en 2014 se archivó la causa económica. La censura que impide a Soziedad Alkoholika tocar fuera del País Vasco pese a que la Audiencia Nacional les absolvió en noviembre de 2006 del delito de enaltecimiento del terrorismo. La controversia suscitada por los cambios en la Cabalgata de Reyes de Madrid. La persecución al artista Eugenio Merino por sus piezas sobre Franco. La reescritura de la historia perpetrada por el Diccionario biográfico español, obra de la Real Academia de la Historia. Los insultos a la diputada Carolina Bescansa por llevar a su bebé al Congreso. El acoso al proyecto de teatro La Selecta en la sierra madrileña, hasta su cierre. La destitución en marzo de 2015 de Iñigo Ramírez de Haro como diplomático de la embajada española en Belgrado tras el estreno en el Teatro Español de su obra Trágala, trágala, que ironiza sobre las dos Españas, critica a la Iglesia y a la monarquía y en cuya reposición unos meses después añadió una escena en la que se fusila a Artur Mas.

¿De qué se habla, pues, cuando se habla de guerras culturales? Para Luisa Elena Delgado, catedrática de Literatura Española, Teoría y Crítica cultural y Estudios de género en la Universidad de Illinois (EE UU) y autora de La nación singular. Fantasías de la normalidad democrática española (Siglo XXI, 2014), la terminología es muy significativa, explica a Diagonal. "Enmarca la cuestión de forma sesgada: no hay, ni ha habido nunca, un estado de armonía nacional, de paz cultural, con todos los grupos y segmentos sociales de acuerdo sobre cómo se representan los valores comunes, o permitiendo pacíficamente que representaciones culturales ajenas a sus valores se desarrollen. Sólo hay que pensar en todas las disputas culturales del pasado, algunas sumamente enconadas y todas de cariz político; o pensar también en la enorme cantidad de artistas y figuras públicas absolutamente canónicas, que hoy en día se usan para vender la marca España, y que sin embargo sufrieron persecución, cárcel y exilio por parte del Estado; y desde luego no me refiero únicamente al franquismo".

A Gonzalo Abril, profesor de Semiótica en la Universidad Complutense de Madrid, tampoco le gusta la expresión "para referirnos a lo que desde hace mucho tiempo se nombra mejor como lucha 'ideológica' e incluso 'simbólica'". El escritor Ignazio Aiestaran incide en esa idea: "La cultura siempre ha formado parte de los conflictos sociales y económicos, así que en realidad las nuevas guerras culturales son los viejos conflictos sociales y económicos camuflados en el lenguaje mediático y político, que cambia con el tiempo". En su opinión, hablar de guerra cultural en el contexto actual "no es mucho más que reconocer que la derecha tradicional –sea la vieja de origen franquista, sea la nueva de diseño neocon– recurrirá a los medios que tiene a su alcance para conseguir sus objetivos. Todo aquello que no consigue por los votos, los pactos, los medios de comunicación y la religión, lo lleva a los tribunales".

Según se explica en el ensayo Spanish Neocon, publicado por el Observatorio Metropolitano en 2012, la estrategia cultural que la derecha española desarrolla desde finales del siglo XX, inspirada por los think tanks conservadores estadounidenses, ha tratado de erosionar una cierta hegemonía política de la cultura de izquierdas, "por superficial y banal que ésta fuera", oponiendo la autodenominada superioridad de sus valores morales y utilizando la movilización social en una receta cuyos ingredientes clave son simbólicos. Como uno de los muchos ejemplos, valga la afirmación de Pablo Casado en septiembre de 2008, cuando era presidente de Nuevas Generaciones del Partido Popular y declaró que "los jóvenes del PP no idolatran a asesinos como el Che".

"Los principales símbolos y referentes de esa vaga hegemonía se han convertido en el objeto prioritario de los feroces ataques de los neocon españoles", se lee en el citado ensayo, que ofrece como muestras el revisionismo histórico de autores como Pío Moa o César Vidal y la acusación desde la derecha de que la falta de autoridad del profesorado es la causa principal de los problemas del sistema educativo. "La complejidad de los factores políticos, sociales y económicos que intervienen en cualquier fenómeno desaparece para dejar paso a un simple dilema moral –sigue Spanish Neocon– ante el que se postulan como prescripción y solución al caos provocado por el miedo y el malestar social".

Agitación y propaganda desde el ala derecha, amplificadas convenientemente por unos medios de comunicación a los que no parece importar difundir un relato que guarda poca relación con lo sucedido, como en el caso de los titiriteros. El editor Amador Fernández-Savater vinculaba el 9 de febrero estas acciones con la forma de operar de la propaganda ultraconservadora en EE UU: "No le importa para nada la verdad, la realidad se fabrica. La versión es más poderosa que los hechos. No se trata tanto de vencer (¿prohibir Hollywood?), como de controlar el sentido del malestar".

Nombrar lo invisible


Sanz se muestra partidaria de que "desde los oficios de la cultura", las personas de izquierdas pongan nombre "a los valores de la ideología invisible: visibilizar lo que no quieren que veamos, 'desnaturalizar' lo que nos venden como natural, enrarecer la normalidad impuesta desde el discurso hegemónico".
Abril califica las cuestiones simbólicas como "sumamente importantes en la vida y en los conflictos sociales", puesto que acarrean consecuencias prácticas y materiales. "Los marcos y las categorías que definen los problemas, los temas seleccionados y estructurados por las agendas públicas –de los medios, de las políticas, de la ciudadanía– afectan de modo determinante a los procesos de decisión política y por tanto a los resultados de éstos en la vida práctica. Que a gran parte de la ciudadanía le preocupen hoy el derecho a la vivienda o la llamada pobreza energética ha venido precedido de luchas sociales en las que ciertas situaciones vitales fueron nombradas –nombrar es el acto simbólico por excelencia– e instituidas como problemas más allá de las experiencias particulares de las personas directamente afectadas", considera.

Uno de los marcos simbólicos que es escenario recurrente de los ataques conservadores es la memoria histórica. El anuncio de la intención del Ayuntamiento de Madrid de cumplir con la Ley y desarrollar un plan que podría suponer el cambio de los nombres de calles ha desatado la caja de los truenos reaccionarios, restando importancia a una iniciativa cuya relevancia niegan al tiempo que la convierten en su principal ariete. Ese discurso por el que no hay que remover el pasado sino mirar al futuro.

Para David Becerra Mayor, doctor en Literatura Española y autor de La guerra civil como moda literaria (Clave Intelectual, 2015), "resolver ese conflicto es tan importante como la desigualdad, el paro o la corrupción, porque es una cuestión de justicia y de reconocimiento de la dignidad de aquellas personas que fueron asesinadas por el fascismo en España, de quienes murieron luchando en defensa de la democracia y la libertad. El hecho de que haya un partido político en España –o dos, contando también a Ciudadanos–, que no sólo se opone a la retirada de algunos nombres de nuestro callejero, sino que además nunca ha condenado el franquismo en sesión parlamentaria, evidencia un tremendo déficit democrático".

En el último lustro se ha puesto nombre y definido los rasgos del entorno cultural español imperante desde 1978. Al calor de la crisis y del estallido del 15M, también se ha cuestionado el régimen establecido de significantes y significados. Delgado lo denominó 'cultura del consenso' en La nación singular, y ahora recuerda sus señas: "En un país en el que la cultura se entiende como atribución del Estado, se ha favorecido por los dos partidos mayoritarios la premisa de una cultura en consonancia con los objetivos de éste: normalizadora, cohesionadora, vertebradora. No es que no se ocupe de problemas, sino que favorece de forma evidente marcos muy concretos para tratarlos: qué palabras, qué temas, a través de qué procesos de memoria y con qué consecuencias".
  
Delgado también rechaza la idea defendida por Albert Rivera de una cultura despolitizada, "que sirve como 'pegamento' de las discordias sociales", porque, en su opinión, "es parte del propio marco narrativo neoliberal, que apela a un ideal de cohesión nacional basado en la supresión de la diferencia sustancial y el disenso, en lo práctico y en lo simbólico". Para ella, lo que da la medida de una cultura democrática "no es su manejo del acuerdo, sino del desacuerdo".

En ese sentido, Abril desaprueba la denominación "democrática" para definir a esa manera de proceder impuesta desde la Transición y tira de ejemplos para justificar una afirmación que puede resultar arriesgada. "No creo que la cultura del consenso –desde que el Partido Comunista besó el crucifijo, es decir, la bandera rojigualda, y desde los Pactos de la Moncloa– haya sido propiamente una 'cultura democrática', si hablamos en términos de 'culturas políticas'. Hito tras hito, el régimen del 78 ha ido sacrificando los intereses populares a los grandes intereses financieros y empresariales, desde la reconversión industrial del felipismo a la reforma laboral de Rajoy, pasando por la Ley del Suelo de Aznar, la reforma del artículo 135 de la Constitución y tantísimos otros fiascos", recuerda el profesor universitario.

Para Sanz, el discurso de la conciliación y el consenso es el verdaderamente reaccionario en España, "el discurso posmoderno de emborronar los límites. Como si no existieran las clases y su lucha. Existen". En su opinión, los valores de ese discurso son los de la cultura de la posmodernidad "que oportunamente se convierte en dominante" tras la muerte de Franco.

Así, desarrolla la escritora, "España se llama España y es un país moderno, de emprendedores, traductores de la ONU y cantantes de ópera, que han logrado por fin vivir en el mejor de los mundos posibles y, por tanto, desvalorizan la cultura como posible herramienta de intervención en lo real. La cultura ha de ser entretenida y comercial o no ser. La cultura ha de ser vendible y el lector –perversamente empoderado– siempre tiene la razón porque el que paga manda y los clientes nunca se equivocan. La cultura es un espacio confortable, muelle y accesible, y todos los discursos se colocan en la misma línea horizontal que genera una fantasía de pluralidad porque en realidad el discurso es sólo uno: el del que manda desde el poder económico".

¿Futuro?

En cuanto a lo que está por venir, Aiestaran se muestra escéptico debido a la pervivencia de inercias entre las que cita "los premios culturales que se sabe que están amañados y que nadie critica abiertamente, películas que son dobladas al castellano siguiendo el modelo de censura franquista, la proliferación mediática y educativa del patriarcado que permea toda la cultura dominante con sesgos machistas, el olvido del mundo rural y de los pueblos, la sustitución de la cultura popular en favor del diseño de la marca turística y la destrucción del paisaje y de los ecosistemas, la tontería de la alta gastronomía que te dice cómo deconstruir una tortilla de patatas".

Sanz, por su parte, niega que los conflictos culturales promovidos por la derecha obedezcan a una voluntad de tapar, de ser cortinas de humo, ya que "a la derecha de este país no la considero un animal inteligente: no creo que tenga recursos para producir polémicas que actúen como distractores de lo importante", y apunta que "si no logramos ganar la guerra de la nacionalización de la banca o de las eléctricas, difícilmente vamos a ganar la guerra cultural. Lo uno llevaría a lo otro".
 

No hay comentarios:

Publicar un comentario