La escritora Marta Sanz, autora del ensayo No tan incendiario (Periférica, 2014), analiza para Diagonal el valor como espacios conflictivos
de palabras, símbolos y proyectos artísticos. "Son acciones y
representan posicionamientos ideológicos", resume. "Hacer una plaza al
payaso Fofó implica un posicionamiento. Decapitar un teletubi. Ir al
congreso de los diputados con un bebé y hacerle carantoñas. Escribir una
novela. Enseñarle las tetas a Rajoy. Tirarle una tarta a la cara a
Boyer disfrazado de Superman. Porque los símbolos nacen de nuestros
prejuicios en la misma medida que los configuran. No son asépticos.
Suelen reproducir la ideología dominante. Y cuestionar los símbolos es
una forma de resistirse a ésta e incidir en la realidad. No son ámbitos
separados".
Mientras Beyoncé
rendía homenaje al 50 aniversario de la fundación de las Panteras Negras y
mostraba su apoyo
al movimiento de denuncia del racismo policial #BlackLivesMatter en su
actuación durante el descanso de la Super Bowl, el mayor espectáculo
deportivo de Estados Unidos, los dos titiriteros
pasaban la segunda noche en prisión preventiva
–con régimen de aislamiento FIES 3, el que se aplica a integrantes de
bandas armadas– bajo la acusación de enaltecimiento del terrorismo por
su obra
La bruja y don Cristóbal.
Esta coincidencia ha provocado que
se vuelva a hablar de "guerras culturales", entendidas como esos
momentos de fricción
entre cultura y política, valga la redundancia, en los que se discute
lo que se puede o no mostrar en público, lo que la creación debe o no
tocar, lo que significan o no las tradiciones; y se fija lo que
se debe pensar.
Con distinta intensidad, daño causado y repercusión, hay
varios episodios que ilustran este conflicto en los últimos tiempos. El
cierre del diario Egunkaria en 2003, la
prisión para sus directivos
y la quiebra de la empresa hasta que la Audiencia Nacional absolvió en
2010 a los encausados de los cargos de pertenencia a ETA y en 2014 se
archivó la causa económica. La
censura que impide a
Soziedad Alkoholika
tocar fuera del País Vasco pese a que la Audiencia Nacional les
absolvió en noviembre de 2006 del delito de enaltecimiento del
terrorismo. La
controversia suscitada por los cambios en la
Cabalgata de Reyes de Madrid. La
persecución al artista Eugenio Merino por sus piezas sobre Franco. La
reescritura de la historia perpetrada por el
Diccionario biográfico español, obra de la Real Academia de la Historia. Los
insultos a la diputada Carolina Bescansa por llevar a su bebé al Congreso. El
acoso al
proyecto de teatro La Selecta en la sierra madrileña, hasta su cierre. La
destitución
en marzo de 2015 de Iñigo Ramírez de Haro como diplomático de la
embajada española en Belgrado tras el estreno en el Teatro Español de su
obra
Trágala, trágala, que ironiza sobre las dos Españas,
critica a la Iglesia y a la monarquía y en cuya reposición unos meses
después añadió una escena en la que se fusila a Artur Mas.
¿
De qué se habla, pues, cuando se habla de guerras
culturales? Para Luisa Elena Delgado, catedrática de Literatura
Española, Teoría y Crítica cultural y Estudios de género en la
Universidad de Illinois (EE UU) y autora de
La nación singular. Fantasías de la normalidad democrática española (Siglo XXI, 2014), la terminología es muy significativa, explica a
Diagonal.
"Enmarca la cuestión de forma sesgada: no hay, ni ha habido nunca, un
estado de armonía nacional, de paz cultural, con todos los grupos y
segmentos sociales de acuerdo sobre cómo se representan los valores
comunes, o permitiendo pacíficamente que representaciones culturales
ajenas a sus valores se desarrollen. Sólo hay que pensar en todas las
disputas culturales del pasado, algunas sumamente enconadas y todas de
cariz político; o pensar también en la enorme cantidad de artistas y
figuras públicas absolutamente canónicas, que hoy en día se usan para
vender la marca España, y que sin embargo sufrieron persecución, cárcel y
exilio por parte del Estado; y desde luego no me refiero únicamente al
franquismo".
A
Gonzalo Abril,
profesor de Semiótica en la Universidad Complutense de Madrid, tampoco
le gusta la expresión "para referirnos a lo que desde hace mucho tiempo
se nombra mejor como lucha 'ideológica' e incluso 'simbólica'". El
escritor
Ignazio Aiestaran
incide en esa idea: "La cultura siempre ha formado parte de los
conflictos sociales y económicos, así que en realidad las nuevas guerras
culturales son los viejos conflictos sociales y económicos camuflados
en el lenguaje mediático y político, que cambia con el tiempo". En su
opinión, hablar de guerra cultural en el contexto actual "no es mucho
más que reconocer que la derecha tradicional –sea la vieja de origen
franquista, sea la nueva de diseño neocon– recurrirá a los medios que
tiene a su alcance para conseguir sus objetivos. Todo aquello que no
consigue por los votos, los pactos, los medios de comunicación y la
religión, lo lleva a los tribunales".
Según se explica en el ensayo
Spanish Neocon, publicado por el Observatorio Metropolitano en 2012, la
estrategia cultural que la derecha española
desarrolla desde finales del siglo XX, inspirada por los
think tanks
conservadores estadounidenses, ha tratado de erosionar una cierta
hegemonía política de la cultura de izquierdas, "por superficial y banal
que ésta fuera", oponiendo la
autodenominada superioridad de sus valores morales y utilizando la
movilización social
en una receta cuyos ingredientes clave son simbólicos. Como uno de los
muchos ejemplos, valga la afirmación de Pablo Casado en septiembre de
2008, cuando era presidente de Nuevas Generaciones del Partido Popular y
declaró que "los jóvenes del PP no idolatran a asesinos como el Che".
"Los principales símbolos y referentes de esa vaga hegemonía se han
convertido en el objeto prioritario de los feroces ataques de los neocon
españoles", se lee en el citado ensayo, que ofrece como muestras el
revisionismo histórico
de autores como Pío Moa o César Vidal y la acusación desde la derecha
de que la falta de autoridad del profesorado es la causa principal de
los problemas del sistema educativo. "La complejidad de los factores
políticos, sociales y económicos que intervienen en cualquier fenómeno
desaparece para dejar paso a un simple dilema moral –sigue
Spanish Neocon– ante el que se postulan como prescripción y solución al caos provocado por el miedo y el malestar social".
Agitación y propaganda desde el ala derecha,
amplificadas convenientemente por unos medios de comunicación a los que no parece importar difundir un relato que
guarda poca relación con lo sucedido, como en el caso de los titiriteros. El editor Amador Fernández-Savater
vinculaba el 9 de febrero estas acciones con la forma de operar de la propaganda ultraconservadora en EE UU:
"No le importa para nada la verdad, la realidad se fabrica. La versión
es más poderosa que los hechos. No se trata tanto de vencer (¿prohibir
Hollywood?), como de controlar el sentido del malestar".
Nombrar lo invisible
Sanz se muestra partidaria de que "desde los oficios de la cultura",
las personas de izquierdas pongan nombre "a los valores de la ideología
invisible: visibilizar lo que no quieren que veamos, 'desnaturalizar' lo
que nos venden como natural, enrarecer la normalidad impuesta desde el
discurso hegemónico".
Abril califica las cuestiones simbólicas como "sumamente importantes
en la vida y en los conflictos sociales", puesto que acarrean
consecuencias prácticas y materiales. "Los marcos y las categorías que
definen los problemas, los temas seleccionados y estructurados por las
agendas públicas –de los medios, de las políticas, de la ciudadanía–
afectan de modo determinante a los procesos de decisión política y por
tanto a los resultados de éstos en la vida práctica. Que a gran parte de
la ciudadanía le preocupen hoy el derecho a la vivienda o la llamada
pobreza energética ha venido precedido de luchas sociales en las que
ciertas situaciones vitales fueron nombradas –nombrar es el acto
simbólico por excelencia– e instituidas como problemas más allá de las
experiencias particulares de las personas directamente afectadas",
considera.
Uno de los marcos simbólicos que es
escenario recurrente de los ataques conservadores es la memoria histórica. El anuncio de la
intención del Ayuntamiento de Madrid de cumplir con la Ley y desarrollar un plan que
podría suponer el cambio de los
nombres de calles ha
desatado la caja de los truenos reaccionarios, restando importancia a
una iniciativa cuya relevancia niegan al tiempo que la convierten en su
principal ariete. Ese discurso por el que no hay que remover el pasado
sino mirar al futuro.
Para David Becerra Mayor, doctor en Literatura Española y autor de
La guerra civil como moda literaria
(Clave Intelectual, 2015), "resolver ese conflicto es tan importante
como la desigualdad, el paro o la corrupción, porque es una cuestión de
justicia y de reconocimiento de la dignidad de aquellas personas que
fueron asesinadas por el fascismo en España, de quienes murieron
luchando en defensa de la democracia y la libertad. El hecho de que haya
un partido político en España –o dos, contando también a Ciudadanos–,
que no sólo se opone a la retirada de algunos nombres de nuestro
callejero, sino que además nunca ha condenado el franquismo en sesión
parlamentaria, evidencia un tremendo déficit democrático".
En el último lustro
se ha puesto nombre y
definido los rasgos del entorno cultural español imperante desde 1978. Al calor de la crisis y del estallido del 15M, también
se ha cuestionado el régimen establecido de significantes y significados. Delgado lo denominó 'cultura del consenso' en
La nación singular,
y ahora recuerda sus señas: "En un país en el que la cultura se
entiende como atribución del Estado, se ha favorecido por los dos
partidos mayoritarios la premisa de una cultura en consonancia con los
objetivos de éste: normalizadora, cohesionadora, vertebradora. No es que
no se ocupe de problemas, sino que favorece de forma evidente marcos
muy concretos para tratarlos: qué palabras, qué temas, a través de qué
procesos de memoria y con qué consecuencias".
Delgado
también rechaza la idea defendida por Albert
Rivera de una cultura despolitizada, "que sirve como 'pegamento' de las
discordias sociales", porque, en su opinión, "es parte del propio marco
narrativo neoliberal, que apela a un ideal de cohesión nacional basado
en la supresión de la diferencia sustancial y el disenso, en lo práctico
y en lo simbólico". Para ella, lo que da la medida de una cultura
democrática "no es su manejo del acuerdo, sino del desacuerdo".
En ese sentido, Abril
desaprueba la denominación "democrática"
para definir a esa manera de proceder impuesta desde la Transición y
tira de ejemplos para justificar una afirmación que puede resultar
arriesgada. "No creo que la cultura del consenso –desde que el Partido
Comunista besó el crucifijo, es decir, la bandera rojigualda, y desde
los Pactos de la Moncloa– haya sido propiamente una 'cultura
democrática', si hablamos en términos de 'culturas políticas'. Hito tras
hito, el régimen del 78 ha ido sacrificando los intereses populares a
los grandes intereses financieros y empresariales, desde la reconversión
industrial del felipismo a la
reforma laboral de Rajoy,
pasando por la Ley del Suelo de Aznar, la reforma del artículo 135 de
la Constitución y tantísimos otros fiascos", recuerda el profesor
universitario.
Para Sanz, el discurso de la conciliación y el consenso es el
verdaderamente reaccionario
en España, "el discurso posmoderno de emborronar los límites. Como si
no existieran las clases y su lucha. Existen". En su opinión, los
valores de ese discurso son los de la cultura de la posmodernidad "que
oportunamente se convierte en dominante" tras la muerte de Franco.
Así, desarrolla la escritora, "España se llama España y es un país
moderno, de emprendedores, traductores de la ONU y cantantes de ópera,
que han logrado por fin vivir en el mejor de los mundos posibles y, por
tanto, desvalorizan la cultura como posible herramienta de intervención
en lo real. La cultura ha de ser entretenida y comercial o no ser. La
cultura ha de ser vendible y el lector –perversamente empoderado–
siempre tiene la razón porque el que paga manda y los clientes nunca se
equivocan. La cultura es un espacio confortable, muelle y accesible, y
todos los discursos se colocan en la misma línea horizontal que genera
una fantasía de pluralidad porque en realidad el discurso es sólo uno:
el del que manda desde el poder económico".
¿Futuro?
En cuanto a lo que está por venir, Aiestaran se muestra escéptico debido a la
pervivencia de inercias
entre las que cita "los premios culturales que se sabe que están
amañados y que nadie critica abiertamente, películas que son dobladas al
castellano siguiendo el modelo de censura franquista, la proliferación
mediática y educativa del patriarcado que permea toda la cultura
dominante con sesgos machistas, el olvido del mundo rural y de los
pueblos, la sustitución de la cultura popular en favor del diseño de la
marca turística y la destrucción del paisaje y de los ecosistemas, la
tontería de la alta gastronomía que te dice cómo deconstruir una
tortilla de patatas".
Sanz, por su parte, niega que los conflictos culturales promovidos
por la derecha obedezcan a una voluntad de tapar, de ser cortinas de
humo, ya que "a la derecha de este país no la considero un animal
inteligente: no creo que tenga recursos para producir polémicas que
actúen como distractores de lo importante", y apunta que "si no logramos
ganar la guerra de la nacionalización de la banca o de las eléctricas,
difícilmente vamos a ganar la guerra cultural. Lo uno llevaría a lo
otro".