¿A quién sirve la literatura?
Enric Llopis
La crítica literaria no siempre es superficial, gacetillero o propagandística. No siempre sirve a los intereses de las editoriales “protegidas” por los grandes medios. No siempre legitima, de una forma u otra, consciente o inconscientemente, el sistema. Los escritos de Becerra dan fe de ello.
Dado que toda literatura es, de manera consciente o inconsciente,
ideológica, ya que reproduce y legitima lo quiera o no una determinada
concepción del mundo, resulta imprescindible promover la
“bibliodiversidad”, un concepto que surge en la década de los 90. Esta
diversidad en los libros implica “combatir la estandarización y
homogeneización del pensamiento que promueve la sociedad capitalista”,
opina el crítico literario David Becerra Mayor, quien recientemente ha
coordinado la obra Convocando al fantasma. Novela crítica en la España
actual (Tierradenadie). Prueba de esta uniformidad literaria es que si
se observan los suplementos culturales de los diarios El País o El
Mundo, puede comprobarse que una veintena de editoriales concentran el
70% de la visibilidad. La conclusión es que proliferan lo que David
Becerra Mayor ha llamado “novelas de la no-ideología”, funcionales al
relato dominante y conformes en que hoy se vive en el mejor de los
mundos posibles. Este joven crítico literario es autor de los libros La
novela de la no-ideología, La guerra civil como moda literaria y coautor
de Qué hacemos con la literatura. También ha realizado las ediciones
críticas de La mina, de Armando López Salinas, y La consagración de la
primavera” de Alejo Carpentier.
—¿Existe actualmente debate literario en España? ¿Te has visto
envuelto en condenas o rifirrafes por tus posiciones críticas respecto a
la literatura dominante?
—Para que exista el debate, y por extensión la polémica,
previamente tienen que existir las condiciones que hagan posible ese
debate. Es lo que Terry Eagleton denomina –siguiendo a Habermas–
“esfera pública discursiva”. Esa esfera, que según Eagleton surgió entre
el siglo XVII y XVIII, en el contexto de la Ilustración, está habitada
por “sujetos discursivos” que se reconocen a sí mismos como
interlocutores válidos y legítimos, con los que se puede contrastar
ideas, confrontar argumentos, exponer razones. Como en España no hubo
Ilustración –o mejor dicho: la Ilustración que tuvimos fue borrada de la
Historia, por considerarse “el siglo menos español de la Historia de
España” (como decía Ortega)– esa “esfera pública discursiva”
habitada por sujetos igualmente discursivos nunca se llegó a
constituir del todo. Por eso no hay posibilidad de debate. Las voces
críticas con el sistema –y con la narrativa dominante– son
invisibilizadas, al no considerarse como legítimo su derecho a disentir.
Como no existimos, como nos invisibilizan, no pueden discutir con
nosotros. No se discute con quien no existe. Prefieren borrarnos. Cuando
publiqué La Guerra Civil como moda literaria, un ensayo donde
cuestiono el modo en que la novela actual ha despolitizado un conflicto
que no puede entenderse, en mi opinión, sino desde lo histórico y lo
político como fue la Guerra Civil, a las pocas semanas un novelista
escribió en El País un artículo donde cargaba contra aquellos críticos
que les exigen a las novelas una interpretación histórica y política de
la Guerra Civil. Desde su punto de vista, la Guerra Civil no es sino un
espacio lejano, y por lo tanto mítico, que ya no nos pertenece, y solo
podemos extraer de la Guerra Civil una lectura épica, pero no política.
Frente a las tesis materialistas que yo exponía en mi libro, el
novelista reivindicaba una visión mítica del conflicto bélico.
Evidentemente, la alusión era clara, y el debate hubiera podido ser
productivo, pero no pudo existir el debate porque lo que pudo serlo se
inició negando al interlocutor. Al no nombrarme no pude responder. La
negación del otro forma parte de la estrategia de dominación. Sin
embargo, otros autores sí me nombraron en textos publicados en sus
blogs o en redes sociales (nunca en medios de comunicación
tradicionales), cuando comprobaron que la lectura que de sus novelas se
hacía en mi ensayo ponía de manifiesto las estrategias de reproducción y
legitimación ideológica de sus textos. Pero sus comentarios, que
podrían haber sido muy útiles para construir esa esfera pública
discursiva, tampoco sirvieron para abrir un debate, porque no me
consideraban interlocutor válido; sus comentarios estaban destinados a
deslegitimarme por medio del insulto. Además de “sectario”, que es como
siempre se cataloga a quien se opone al poder desde concepciones
materialistas, me insultaban llamándome “joven” y “marxista”. En España
“joven” y “marxista” funcionan todavía como insulto, lo cual demuestra
lo envejecida que está la sociedad y su élite intelectual, pero también
lo conservadora que sigue siendo. En estas condiciones es muy difícil el
debate.
—En 2013 participaste con Raquel Arias Careaga, Marta Sanz y
Julio Rodríguez Puértolas en la obra colectiva Qué hacemos con la
literatura ¿Cuál fue la conclusión? ¿Tienen sentido hoy la literatura
realista y las novelas de 900 páginas?
—En Qué hacemos con la literatura nos preguntábamos no solo para qué
sirve la literatura sino también –y sobre todo– a quién sirve la
literatura. Porque la literatura no es –como así se construye desde el
pensamiento dominante– un discurso inocente y neutral, autónomo respecto
a la historia y la sociedad, y capaz de trascender el momento histórico
en que se produce. La literatura –activa o pasivamente, consciente o
inconscientemente– interviene en la sociedad, tanto para cuestionarla
como para legitimar y reproducir la ideología dominante. Ese discurso
que hemos convenido en denominar “literatura” nace –y esto lo explica
mejor que yo Juan Carlos Rodríguez en Teoría e historia de la
producción ideológica– como un instrumento de la burguesía para
legitimar su asalto al poder contra una clase social (la nobleza) y unas
estructuras sociales (el feudalismo) que impiden el desarrollo de sus
fuerzas productivas. Entender eso nos parecía básico para bajar la
literatura de las nubes y entenderla como un discurso histórico que
participa en la transformación de los procesos asimismo históricos.
Respecto a la segunda parte de tu pregunta, no sé si tienen sentido
hoy las novelas de corte realista y de 900 páginas. De hecho, ni
siquiera estoy seguro de que la novela en sí misma –o más ampliamente:
la literatura– tenga sentido hoy. No estoy seguro; y precisamente por
eso, porque no estoy seguro, creo que es necesario seguir haciendo
literatura, seguir hablando de literatura y seguir exigiéndole a la
literatura que se comprometa, por si acaso una novela o unos versos
pudieran llegar a tener un impacto, por mínimo que sea, en el
cuestionamiento del estado de las cosas actual y en la posibilidad de
imaginar otro mundo posible.
—También has escrito sobre la novela de la “no-ideología”.
¿Qué caracteriza a estos textos? ¿Qué autores y obras pondrías como
ejemplo de este tipo de narrativa?
—Denominé “novelas de la no-ideología” a aquellas que, desde 1989
hasta hoy, son funcionales al relato dominante. Son novelas que asumen
que vivimos en el mejor de los mundos posibles, en un mundo que se sitúa
en el tantas veces proclamado “Fin de la Historia”. Son novelas que
asumen que no hay posibilidad de construir un mundo mejor, que no hay
horizonte de transformación política y social posible. Además,
interpretan que todos nuestros conflictos son siempre individuales,
nunca se entienden desde lo histórico, lo político o lo social. Son
novelas que hablan del yo y nunca del nosotros. Como dirían Balibar y
Macherey, son novelas que desplazan las contradicciones radicales del
sistema –esas contradicciones ante las que nos sitúa el capitalismo
todos los días– a favor de unas contradicciones asumibles por ese mismo
sistema. Todo conflicto se explica desde nuestro interior, desde el yo,
nunca desde el exterior, desde el sistema capitalista. Son novelas que
se presentan como no-ideológicas, pero claro que son ideológicas y
además los efectos políticos que producen son inmediatos: nos tratarán
de convencer de que no hace falta cambiar el sistema para cambiar
nuestra situación individual, lo que tengo que hacer es cambiar yo,
adaptarme a la situación, para resolver el conflicto. Son discursos nada
inocentes.
¿Qué autores y obras incluyo en La novela de la no-ideología? Analizo
a autores como Almudena Grandes, Antonio Muñoz Molina, Elvira Lindo,
Javier Marías, Juan José Millás o Javier Cercas, entre otros. El caso
de Javier Cercas es paradigmático. Al asumir el autor que vivimos en un
mundo aconflictivo, perfecto y cerrado, parece que en esas condiciones
es muy difícil escribir una novela. Como vivimos en un mundo en el que
no pasa nada –“sin épica”, dice Eduardo Mendoza; “aburrido y
democrático”, dice Almudena Grandes–, ¿de qué van a hablar las
novelas? Almudena Grandes acudirá a la Guerra Civil para poder armar
una trama –entonces sí pasaban cosas interesantes, no como ahora, dirá
ella o su inconsciente ideológico, en el epílogo que cierra su
novela Inés y la alegría–. Javier Cercas hace lo mismo en Soldados de
Salamina, pero El móvil, una novela corta anterior, trata de lo
siguiente: El móvil es una novela sobre un novelista sin inspiración que
quiere escribir una novela, pero no le sale, al vivir en un mundo donde
no pasa nada interesante, digno de trasladar a una novela (en verdad,
es el argumento de todas las novelas de Cercas). La realidad, vacía y
anodina, le impide al escritor escribir una gran novela, y el
protagonista finalmente se verá obligado a cometer un asesinato para
poder extraer de la realidad una trama, con la suficiente dosis de
intriga, para escribir una novela. Ese es el móvil que anuncia el
título: la posibilidad de escribir una novela en un mundo que se ha
quedado sin épica, cuando la realidad como materia novelable –que diría
Galdós– se ha quedado sin trama. El móvil de Cercas muestra, de forma
muy transparente, cómo se ha interiorizado el discurso de que vivimos en
el mejor de los mundos posibles, sin conflictos ni contradicciones.
—Como crítico literario, ¿consideras que las reseñas y
críticas se caracterizan por una cierta jerga retorcida y un punto
oscura, que las hace de difícil acceso para los no iniciados? ¿Se cae en
ocasiones en un amaneramiento que envuelve de retórica el puro sentido
común?
—Depende del medio. Por ejemplo, en las páginas culturales y los
suplementos de la prensa generalista, las reseñas y las críticas no son
más –o para no ser injustos: no suelen ser más– que textos informativos
sobre el contenido del libro. Apenas hay reflexión o argumentación,
apenas análisis crítico, simplemente exposición de contenido y
pinceladas sobre la forma (siempre separados, como si de dos cosas
distintas se tratara). No son más que noticias de la novedad literaria.
Pero quizá esa falta de profundidad derive de que el medio y el formato
reseña/crítica no sea el más apropiado para hablar de literatura. En el
ámbito académico, es cierto que a veces la crítica tiende a servirse de
esa “jerga retorcida y un punto oscuro” de la que hablas, utilizando un
lenguaje solamente comprensible para aquellos que forman parte no del
gremio académico, sino de la escuela teórica a la que pertenece el
crítico. Sin embargo, en el ámbito académico español, que se mueve entre
el positivismo y el más tradicional enfoque filológico, sucede incluso
lo contrario: hay un absoluto rechazo a la teoría. Se reivindica una
lectura transparente del texto, sin la mediación de discursos teóricos
que acaso podrían alejarnos del sentido real del texto –argumentan.
Claro que este discurso también tiene implicaciones ideológicas, porque,
como decía Louis Althusser, un vacío teórico es siempre un lleno
ideológico. Habría que estudiar con qué ideología se llena el vacío
teórico de los discursos críticos que salen de la universidad.
—Eres fundador y director de la Revista de crítica literaria
marxista. ¿Qué diferencias separan a la crítica convencional de
inspirada en el marxismo? ¿Qué rasgos destacarías desde esta perspectiva
en obras como La Celestina o El Quijote, que has analizado en tu
condición de crítico literario?
—La crítica literaria marxista, a diferencia de otros acercamientos
teóricos o críticos a la literatura, concibe el texto como el resultado
de unas condiciones históricas –sociales, políticas, etc.– específicas.
La literatura no es algo que surja porque sí ni es el resultado de un
genio creador e inspirado, tocado por una varita mágica; la literatura
es un producto de lo que Juan Carlos Rodríguez denomina la “radical
historicidad”. La crítica literaria marxista observa cómo el texto
contiene las contradicciones ideológicas de una época, cómo reproduce
una ideología concreta y cómo legitima una concepción del mundo y no
otra. La función del crítico es siempre analizar esos discursos públicos
llamados “literatura”, y en el caso de un crítico literario marxista,
observar su potencial emancipador o, al contrario, la capacidad
inmovilizadora de esos discursos.
La Celestina o El Quijote son, por ejemplo, dos obras que representan
muy bien las contradicciones que surgen entre un mundo que está en
descomposición –el feudalismo– y otro mundo que emerge –el primer
capitalismo en España. Esos dos mundos –vale decir: modos de
producción– coexisten en el momento histórico en que esas novelas se
escriben –se producen– y esa contradicción entre dos sistemas en pugna
no solo se refleja en el texto, sino que determina el propio texto. El
personaje de don Quijote contiene elementos residuales y emergentes –la
terminología es de Williams– de ambos mundos. Don Quijote es un hidalgo
que, con la descomposición del feudalismo, ha perdido su razón de ser,
su función social. Su disfunción le conduce a esa nostalgia de querer
vivir en un mundo que ya no existe, y que quizá no ha existido nunca, el
de las novelas de caballerías. Pero sería erróneo entender que en la
ideología don Quijote solo late una nostalgia por un mundo perdido; para
convertirse en caballero, don Quijote tiene primero que acudir al
mercado (vender sus tierras para comprar los libros de caballerías que a
la postre le harán enloquecer) y seguidamente concebir, como solo se
puede concebir en el capitalismo (nunca en el feudalismo), que la
identidad depende del yo, no de la sangre, del linaje. Y don Quijote se
cambia de nombre, y afirma aquello de “yo sé quién soy y sé quién puedo
ser”; es decir, que él mismo va a construir –a escribir– su propia vida,
no como sucede en el feudalismo, donde la vida está previamente escrita
y es reflejo de la verdad celestial. En el feudalismo no es posible
elegir qué pasos dar, porque el destino ya está escrito. Frente al
destino, El Quijote habla de libertad, de una libertad que depende
enteramente del yo. Don Quijote no podría haber existido si previamente
no surge el yo-libre capitalista. Para un acercamiento marxista a la
novela de Cervantes véase el libro El escritor que compró su propio
libro. Para leer “El Quijote” de Juan Carlos Rodríguez.
—Estudiar con detalle los planos narrativos, la coincidencia
de personajes y espacios en diferentes obras de un autor, el estilo, las
expresiones o los reflejos autobiográficos en un texto, ¿supone (este
trabajo de crítica) “desguazar” una obra literaria, “despiezarla”,
arrebatarle el misterio que comparten el autor y el lector de un libro?
—A mí la noción de “autor” me interesa poco. No creo que el autor sea
dueño del sentido de su texto. La noción de “autor” puede resultar útil
para un acercamiento positivista a la literatura en el que pretendamos
construir el sentido del texto como reflejo de la biografía de su autor.
Pero creo que el sentido del texto escapa del control del autor. Por
eso, prefiero analizar un texto literario como el resultado de unas
condiciones históricas concretas y objetivas, sin detenerme a analizar
–aunque a veces pueda resultar también interesante y por supuesto útil–
cuál era la intención del autor al componer ese texto. El autor puede
ser dueño del “proyecto” literario, pero no lo es siempre de su
“resultado”. En el resultado final de la obra operan otras mediaciones,
entre las cuales también está, obviamente, la del autor, pero no creo
que sea la que más peso tenga.
Luego, al poner en cuestión la noción de “autor” se pone de inmediato
en cuestión esa definición neohumanista de lectura como un diálogo o
comunión de almas, que se encuentran en el libro, y se identifican en
el libro, a pesar de que les separe una distancia de siglos o
kilómetros. En ese diálogo/comunión sería posible encontrar el
“misterio” de la literatura, que, como lectores, nos permite vernos
reflejados en todos los textos. Pero la identificación es una trampa
ideológica que nos impide tomar conciencia de la historicidad de los
textos, nos impide reconocer que lo que hay en el texto no es algo
eterno e inmutable, sino algo radicalmente histórico.
—En septiembre de 2015 te encargaste de la coordinación del
ensayo Convocando al fantasma. Novela crítica en la España actual,
publicado por la editorial Tierradenadie. ¿Qué obras y autores actuales
convocan al “fantasma” del capitalismo, lo nombran y muestran sus
vergüenzas?
—El título del libro proviene de una cita de Belén Gopegui. En su
última novela, El comité de la noche, un personaje dice que “escribir es
convocar al fantasma”. Se trata, claro, del fantasma del que hablaron
Engels y Marx en El manifiesto comunista. En este libro colectivo
tratamos de analizar las novelas actuales que, desde nuestro punto de
vista, son críticas con el sistema capitalista, lo nombran y, en algunos
casos, tratan de superarlo. En el libro se analiza la obra de autores
como Belén Gopegui, Marta Sanz, Isaac Rosa, Rafael Chirbes, Rafael Reig,
entre otros, por citar solamente algunos de los más conocidos.
—¿A qué autores y textos literarios “clásicos” de la
literatura española incluirías si se te permitiera agregar un apéndice a Convocando al fantasma? ¿Tal vez a Valle-Inclán, pese a lo que
últimamente señalen algunas interpretaciones “revisionistas”?
—El problema es que el canon literario español ha expulsado a
aquellos autores que se enfrentaron, desde la literatura, al poder.
Estoy pensando en los autores del realismo social de los cincuenta, como
Armando López Salinas, Jesús López Pacheco o Antonio Ferres; o autores
de la llamada “generación perdida de la literatura española”,
novelistas que hoy apenas conocemos porque de su generación solamente
leemos a los poetas de la mal llamada “Generación del 27”. Estoy
pensando en Luisa Carnés, por ejemplo, autora de una novela
interesantísima titulada Tea rooms, que describe la sociedad española de
la década de los treinta desde la perspectiva de una camarera que
trabaja en una cafetería de Madrid. Luisa Carnés ha sido doblemente
olvidada, por comunista y por mujer. Pero a veces hay buenas noticias en
el mundo literario, y la editorial Hoja de Lata va a publicar este
mismo año, por primera vez desde 1934, una nueva edición de la novela de
Luisa Carnés.
Pero, si me preguntas por los canónicos, podríamos incluir algunas
obras de Valle-Inclán, al Pérez Galdós que, como dice Julio Rodríguez
Puértolas, escribe desde la burguesía contra la burguesía, y quizá obras
como el Lazarillo, La Celestina o El Quijote, que no convocaban al
fantasma de 1848 –no podían hacerlo– pero sí resultan interesantes para
entender la formación del primer capitalismo en España.
—Y en el contexto europeo y global, ¿quiénes convocan hoy al
“fantasma” capitalista y lo desnudan para que afloren sus
contradicciones?
—No soy experto en literatura europea y por lo tanto solo puedo
responder a esta pregunta como lector interesado en lo que se produce
fuera de nuestras fronteras, pero no como especialista. Lo cierto es que
la mayoría de novelas extranjeras que se traducen y se publican en
España son aquellas que pueden ser bien recibidas por la ideología
dominante. Por ello, la mayoría de novelas de autores extranjeros que
leemos en España son asimismo novelas de la no-ideología. No obstante, y
como no podía ser de otra manera, hay notables excepciones. Por
ejemplo, a mí me interesa mucho la narrativa de Lionel Tran, un
novelista francés que solamente ha publicado, por el momento, dos
novelas cortas: Sida mental y Sin presente (ambas publicadas en España
por Periférica). Son novelas que si bien no estoy seguro de que en su
proyecto se cuente la idea de convocar al fantasma y desnudar las
contradicciones capitalistas para que afloren, son novelas que muestran
de una forma tan clara el grado de malestar social que vive la sociedad
contemporánea que sacude al lector de tal modo –lo deja con tan mal
cuerpo– que sale de la novela de forma distinta a la que había entrado
en ella. Es una novela que si bien no imagina una solución política
colectiva para resolver el conflicto que describe, ese malestar desborda
el texto y nos hace reflexionar sobre la necesidad de cambiar el rumbo
de las cosas.
Por otro lado, también me interesa el proyecto Wu Ming en Italia, un
colectivo de artistas y escritores que deciden prescindir de la noción
“autor” y de este modo enfrentarse, por un lado, a la industria
cultural –basada en la idea de “autor” como marca comercial– y por otro
lado para proponer otro relato de nuestra historia.
También me interesa mucho la obra de John Berger, no solo los ensayos
que escribe como historiador marxista del arte, como Ways of seeing,
sino también sus textos literarios, mezcla de novela y testimonio, donde
nos muestra, en algunos de ellos, una perspectiva distinta a la del
relato oficial sobre las guerras de Oriente Medio. Estoy pensando, por
ejemplo, en From A to X. Berger, sin duda, está en la nómina de
escritores que convocan al fantasma.
—¿Por qué la Guerra Civil llegó a convertirse en una “moda
literaria”? ¿En qué sentido lo es? ¿Qué autores y novelas se han sumado a
esta tendencia y han despojado de su esencia, o incluso interpretado
torticeramente, la contienda del 36?
—En principio, como lector, uno no puede sino celebrar que de pronto
se escriban tantas novelas sobre la Guerra Civil. Teniendo en cuenta de
dónde veníamos –los pactos de olvido y silencio de la Transición– no
puede sino interpretarse como una buenísima noticia que se empiecen a
publicar novelas sobre la Guerra Civil española. Sin embargo, cuando se
empiezan a leer y a analizar estas novelas no se puede sino rebajar la
euforia. Porque muchas de las novelas que se autoproclaman “novelas de
la memoria histórica” en realidad no lo son. En primer lugar,
observamos que la Guerra Civil se ha convertido en un atractivo telón de
fondo, en un escenario donde ocurren tramas que nada tienen que ver con
la Guerra Civil; tramas donde la Guerra Civil funciona como un
decorado. En segundo lugar, si entendemos que la memoria –en un sentido
político fuerte y de raíz benjaminiana– es un instrumento para traer el
pasado a nuestro presente con el objetivo no solo de reparar el pasado
sino de transformar el presente con la fuerza de todos los vencidos de
la Historia, en estas novelas la memoria brilla por su ausencia. Son
novelas que desconectan presente y pasado, que nos muestran el pasado
como un tiempo lejano, que no nos pertenece, que no tiene nada que ver
con nosotros. Son novelas que funcionan como el espejo reluciente del
que hablaba Fredric Jameson: un espejo que desprende un brillo cegador
que impide que veamos nuestro rostro reflejado en él. Estas novelas nos
deslumbran y entretienen con aventuras de amor y muerte, aventuras que
suceden en un lugar que parece remoto y mítico. Al no vernos en el
espejo/pasado y, en consecuencia, al concebir el pasado como algo ajeno a
nuestra experiencia, no nos comprometemos con él, ni para intervenir en
el pasado ni para transformar un presente en el que sigue viviendo el
pasado, aquel pasado que ganó la Guerra Civil.
Las modas literarias –los best-sellers en general, que en absoluto
son textos solamente entretenidos– no son nada inocentes. Suelen captar
cuáles son los temas que interesan al grueso de la ciudadanía, temas que
pueden tener un potencial político emancipador o transformador, y se
apropian de él para desactivar ese potencial político. Cuando la
sociedad española empieza a perder el miedo a hablar del pasado y se
empieza a organizar en movimientos de recuperación de la memoria
histórica, surgen estas novelas sobre la Guerra Civil donde se habla de
la Guerra Civil pero sin mostrar la guerra como un conflicto histórico,
político y social, sino –como decíamos antes hablando de las novelas
de la no-ideología– como una suma de conflictos individuales y morales.
La Historia, en sentido estricto, nunca aparece en las novelas. Son
novelas históricas sin Historia. Decía Žižek que en la posmodernidad
bebemos cerveza sin alcohol, café sin cafeína, helado sin azúcar y, yo
añado, leemos novelas históricas sin historicidad.
¿Qué autores analizo en La Guerra Civil como moda literaria? Hay
algunos abiertamente revisionistas, como puede ser Manuel Maristany,
autor de La enfermera de Brunete, una novela que Planeta describe como
la gran novela sobre la Guerra Civil, pero que en realidad es una novela
que reproduce todos los mitos de la Cruzada de Franco; a saber: que la
República era un caos y que había que introducir un correctivo por el
bien de España, como fue el golpe de Estado, que España (sic.) actuaba
en legítima defensa ante el terror rojo y que la República no era más
que un satélite de la Unión Soviética. Así habla la mejor novela sobre
la Guerra Civil según Planeta. Pero también analizo otras como
Soldados de Salamina de Javier Cercas, los Episodios de una guerra
interminable de Almudena Grandes o La noche de los tiempos de Antonio
Muñoz Molina, y un largo etcétera.
—Estas diferencias entre “apocalípticos” e “integrados”, en
terminología de Umberto Eco, ¿se podrían aplicar también a la poesía
española de los últimos años? ¿Puedes mencionar ejemplos?
—Hay distintos proyectos poéticos en España ahora mismo, pero yo no
utilizaría la terminología de Eco, pues él la utiliza básicamente para
hablar del posicionamiento del intelectual ante la cultura de masas, y
las corrientes poéticas españolas en la actualidad se enfrentan por
cuestiones bien diferentes. La poesía que se produce hoy en día y que
tal vez sea la más interesante, desde mi punto de vista, es la llamada
“poesía de la conciencia crítica”, que por cierto ha analizado de forma
magistral Alberto García-Teresa en libro asimismo titulado Poesía de la
conciencia crítica. En ella encontramos autores como Jorge Riechmann,
Enrique Falcón, Antonio Orihuela, Isabel Pérez Montalbán o María Ángeles
Maeso, entre otros. Es una poesía cuya principal característica
consiste en que, como señala García-Teresa, “sitúa el conflicto
socioeconómico y político que atraviesa la actual coyuntura histórica en
el centro y en el eje (implícita y explícitamente) de su creación
poética, manifestándolo de una manera crítica”.
También resulta interesante leer la poesía de la otra sentimentalidad
(que luego derivó en la llamada “poesía de la experiencia”, hoy
mainstream). La poesía de uno de los fundadores de esa corriente, Javier
Egea, de quien en los últimos años se están volviendo a publicar sus
versos, resulta a todas luces interesantes, ya que Egea perseguía –y
posiblemente lo logró– componer una poesía materialista. Una autora de
la otra sentimentalidad que me sigue interesando es Ángeles Mora, poeta
materialista y feminista, que escribe desde la subjetividad, pero
siendo muy consciente de que el yo desde el cual se escribe está
atravesado por un afuera –el capitalismo y el patriarcado– que nos
construye. Por lo tanto, cuando decimos yo no estamos hablando
únicamente de lo subjetivo, sino de todas aquellas mediaciones que
construyen nuestra subjetividad. Como ella misma afirma: “El infierno no
son los otros, como decía Sartre, el infierno está en nosotros”. Esta
toma de conciencia de que el infierno –i.e. el capitalismo– está dentro
de nosotros demuestra aquello que decía Louis Althusser: “para cambiar
el mundo de base (y junto a otras muchas cosas) es preciso cambiar, de
base, nuestra manera de pensar”. Bien parece que es más fácil luchar
contra el capitalismo que contra nosotros mismos.
—Con la crisis han florecido numerosas editoriales pequeñas y
escritores noveles que sobreviven a golpe de voluntarismo, que lanzan
ediciones muy cuidadas y en las que se exprime al máximo el talento y la
creatividad. Tal vez se trate de la libertad que permite el
“amateurismo”, ¿pero es posible sobrevivir así mucho tiempo, sin cobrar y
sólo armados con la vocación? ¿Es una falta de respeto a estos autores
toda la promoción que reciben obras como la última del Premio Nobel
Vargas Llosa (Cinco esquinas), y sus exquisitas disquisiciones sobre
el erotismo y la pornografía?
—No es solo falta de respeto, es falta de bibliodiversidad. Creo que
es necesario poner sobre la mesa un debate serio sobre bibliodiversidad;
este es un concepto que surge en la década de los noventa, en el
contexto de la UNESCO, pero que últimamente algunos –como Alfonso
Serrano, Eva Fernández y yo mismo– estamos reivindicando en un sentido
más político y por supuesto materialista. Creemos que es necesario
promover la bibliodiversidad, es decir, la diversidad en el ámbito de
los libros, para combatir la estandarización y homogeneización del
pensamiento que promueve la sociedad capitalista; una sociedad más
bibliodiversa en lo cultural será también una sociedad más activa, más
plural y más crítica. Y es necesario trabajar –luchar– para lograrlo. No
puede ser que, si analizamos suplementos culturales como Babelia o El
cultural de El mundo, los más leídos en este país, observemos que el 70%
de la visibilidad la monopolizan no más de veinte editoriales, que
siempre son las mismas. En España, como ha sucedido en América Latina,
es necesaria una Ley de Prensa que regule el poder de los medios de
comunicación privados; en esta Ley de Prensa habría que reservar un
apartado para la promoción de la bibliodiversidad.
—Por último, si toda literatura es, de algún modo, política,
¿consideras que determinadas obras de Unamuno, Sábato, Ionesco,
Pirandello o Kafka, que plantean conflictos existenciales y no ponen
directamente el foco en la lucha de clases, le hacen el juego al
sistema?
—No creo que toda literatura sea política, sino ideológica. Es
importante diferenciar estos dos conceptos. Por literatura política hay
que entender –en mi opinión– aquella literatura que sitúa lo político en
el centro del texto, que reconoce el conflicto y que reconoce que
nuestros problemas, por muy íntimos que sean, tienen su correlato en lo
político. Son novelas que, además, son escritas para intervenir en la
sociedad. No toda la literatura es, pues, política. Pero sí son todas,
consciente o inconscientemente, ideológicas, ya que toda novela asume
–y reproduce y legitima– una visión del mundo, aunque no se cuente entre
sus objetivos hacerlo (recordemos la diferencia entre “proyecto” y
“resultado”). Por lo tanto, si una novela asume una perspectiva
existencial y esa perspectiva borra o diluye la lucha de clases es
posible que esa novela le esté negando al lector la posibilidad de
concebir sus conflictos como conflictos políticamente determinados;
luego, sería una novela que, posiblemente, estaría inmovilizando al
lector, obligándole a resignarse, haciéndole asumir que vivimos en un
callejón sin salida y que por lo tanto no vale la pena organizarse y
tratar de superar, de forma colectiva, el problema que retrata. No
obstante, y esto es preciso también apuntarlo, hay también novelas que,
aunque no imaginen una salida política a una problemática concreta
(hemos hablado antes de Lionel Tran), es tanto el malestar descrito en
sus páginas que incluso puede llegar a desbordar al propio texto, y un
texto que en principio parece que solo sirve para suturar la ideología
dominante finalmente termina saturándola. Y nos permite abrir –o
imaginar– nuevos horizontes, o al menos nos permite pensar que es
necesario imaginarlos para superar ese malestar descrito, ese malestar
que no nos permite vivir dignamente.
Enric Llopis // ¿A quién sirve la literatura? Entrevista a David Becerra Mayor, El Viejo Topo, nº 341 (junio 2016). Fuente: http://www.elviejotopo.com/articulo/a-quien-sirve-la-literatura/
La
crítica literaria no siempre es superficial, gacetillero o
propagandística. No siempre sirve a los intereses de las editoriales
“protegidas” por los grandes medios. No siempre legitima, de una forma u
otra, consciente o inconscientemente, el sistema. Los escritos de
Becerra dan fe de ello. - See more at:
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La
crítica literaria no siempre es superficial, gacetillero o
propagandística. No siempre sirve a los intereses de las editoriales
“protegidas” por los grandes medios. No siempre legitima, de una forma u
otra, consciente o inconscientemente, el sistema. Los escritos de
Becerra dan fe de ello. - See more at:
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