En las últimas décadas se ha instalado en España, como una suerte de
sentido común, que la cultura ocupa un espacio diferenciado, autónomo,
regido por sus propias normas, al margen de la política y la sociedad.
En este escenario, la cultura solo rinde cuentas ante sí misma y nadie
debe exigirle que intervenga, que reflexione sobre lo común, que
cuestione la realidad en la que nace y se consume, que interpele al
ciudadano para tratar de transformar el estado de las cosas. Estas
prácticas, dirán, pertenecen al pasado, nos devuelven la imagen, ya
amarillenta, del intelectual orgánico que con un aséptico estilo
realista ponía la cultura –la literatura, el cine, la pintura– al
servicio de la política, haciendo un flaco favor al arte, que se
malograba por el camino. Esta idea se ha vuelto dominante en nuestros
días, pero lo cierto es que no es más que una mistificación ideológica,
pues hoy la cultura interviene más que nunca, salvo que no lo hace para
cuestionar las relaciones de poder, sino para legitimarlas.
La cultura española de las últimas décadas no ha hecho otra cosa que intervenir, celebrando y apuntalando el valor del consenso como
elemento constitutivo de la estabilidad política de la España
post-franquista. Sobre la configuración de la cultura del consenso,
trata el libro de Luisa Elena Delgado, La nación singular. Fantasías de la normalidad democrática española (1996-2011) (Siglo
XXI, 2014)*. Desde la metodología de los «estudios culturales», y en
diálogo con teóricos como Rancière, Espósito o Žižek, Luisa Elena
Delgado, profesora de Literatura española de la Universidad de Illinois,
propone en las páginas de su ensayo un cuestionamiento de la lógica
cultural de la democracia española. A través del análisis de novelas,
películas, de tiras cómicas o artículos de opinión publicados en prensa,
anuncios televisivos e incluso del análisis de las lecturas que se
hicieron tras el Mundial del fútbol de 2010 del que salió victoriosa la
selección española, nos ofrece un magnífico fresco sobre el papel que ha
representado la cultura en la España post-franquista, en su función de
construir y legitimar una pretendida –o mejor: fantasiosa– normalidad
democrática.
La Cultura de la Transición
Todo empezó acaso con la Transición, con la configuración de lo que
se ha denominado –el éxito del sintagma se lo debemos sin duda a Guillem
Martínez– la Cultura de la Transición (CT). Para superar
viejos conflictos y cerrar las heridas del pasado, la democracia
española se construyó sobre la idea del «consenso». El sentido común de
la época revelaba la necesidad de limar asperezas, de dejar de lado
particularismos y excentricismos por «el bien de todos», porque solo
remando conjuntamente era posible construir un futuro de prosperidad,
progreso y modernidad. Y la cultura –que en absoluto es un discurso
autónomo por mucho que se empeñen en ello sus mistificadores– empezó a
calentar motores para legitimar discursos que cohesionaran a la sociedad
española, borrando sus diferencias históricas y culturales y
demonizando sus disidencias internas.
Para lograr la estabilidad y la normalidad democrática, el centro
–geográfico, pero también político– necesitaba alcanzar acuerdos con la
periferia. Pero lo cierto es que no hay consenso democrático cuando la
otra parte no se reconoce como legítima, y finalmente se impone, como
falso consenso, la visión del mundo que representa el centro, que se ve
con la legitimidad de representar el todo, aunque exista una parte muy
significativa de la sociedad que no se sienta en absoluto representada
en ese todo. El centro se apresura, pues, a negar al otro, a la parte
que no se reconoce en el todo, a borrarlo, a cuestionar su legitimidad
como parte constitutiva del todo.
La cultura, lejos de subrayar la heterogeneidad del Estado español y
celebrar su pluralidad, se ha encargado de borrar los particularismos
que, desde el centro, se observan como elementos que hacen peligrar la
normalidad democrática. Luisa Elena Delgado señala en La nación singular el modo en que las películas cuya acción transcurre en Cataluña –y pone como ejemplo Todo sobre mi madre, de Pedro Almodóvar– se construyen sobre una borradura de la diferencia, de
lo particular, cultural y lingüístico; si bien en ésta u otras
películas puede aparecer, sin que ello provoque una distorsión, un
personaje que hable con acento canario e incluso en inglés, es raro
escuchar, aunque la acción se desarrolle en Barcelona, a alguien
hablando en catalán o con acento catalán, más allá de dos fugaces y
anecdóticos «adéu». Almodóvar es solo un ejemplo, apunta Delgado, de
cómo se borran las lenguas periféricas peninsulares y se neutralizan
ciertos acentos en la producción cultural dominante española.
La función de la cultura en la España post-franquista no ha sido otra
que la de construir la fantasía de un estado normalizado, es decir,
según la definición que propone Luisa Elena Delgado en La nación singular,
«la idea de un Estado democrático sin antagonismos internos, con
desacuerdos siempre consensuables» que «va ligada en España a la de una
identidad nacional sana, esto es, coherente y cohesiva, unida en sus
objetivos y en su capacidad de defenderse de los elementos extraños que
amenazan su estabilidad». Todo aquello que no encaje dentro del supuesto
consenso será visto como una amenaza contra la estabilidad política y
social, y en consecuencia será demonizado, sea el 15M, las
movilizaciones ciudadanas que son rápidamente criminalizadas o el
«desafío secesionista», que es así como han definido el «derecho a
decidir» aquellos que han patrimonializado lo que debe ser aceptado.
Desde esta lógica, se denuncia lo que no encaja dentro del consenso y se
define como factor de crispación y, por lo tanto, como potencial
elemento disruptivo.
El papel de la cultura, ni neutral ni inocente
Los elementos disruptivos deben ser cohesionados, adheridos a lo que
se considera «la normalidad». El papel de la cultura, en este contexto,
no ha sido neutral ni inocente; muy al contrario, la cultura ha asumido
la función de suturar los elementos disruptivos. La cultura ha sido el
pegamento necesario que ha permitido cohesionar lo que podía llegar a
fracturarse. O dicho más claramente por Luisa Elena Delgado: «la cultura
se entiende como el hilo que tiene que servir para suturar la herida de
la desunión y curar la patología de la desafección nacional». Y, cuando
no ha sido posible la adhesión, se ha identificado al otro como el enemigo que pone en peligro la democracia en España. Esta lógica, como se explica en La nación singular,
parte de la «fijación obsesiva con una otredad en reacción a la cual (a
favor o en contra) se organizan nuestras propias acciones». Todo el
discurso –y la acción política que del discurso deriva– termina
organizándose en función de la actuación de quien se ha tildado de
enemigo. Los particularismos, todo aquello que no se integra en la
lógica del consenso, «se interpreta siempre como un cáncer de la nación
cohesionada y funcional», argumenta Delgado
Frente al fetichismo del consenso, mito fundacional de la democracia
que se presenta como el remedio para todos los males, y siempre que
existe una crisis institucional se termina apelando al consenso, Luisa
Elena Delgado propone en La nación singular que la construcción
de una sociedad en verdad democrática no debe levantarse sobre la
lógica del consenso. El consenso elimina la otredad y expulsa los
particularismos en nombre de una mistificada comunidad, siempre
estática, pura y sin tensiones. Toda comunidad, al contrario, es siempre
conflictiva y el reconocimiento del conflicto es el primer paso para la
construcción de una auténtica sociedad democrática. Frente a la lógica
del consenso, Delgado propone el disenso como elemento constitutivo de
la democracia. Estas son sus palabras: «la discrepancia, lejos de
constituir una fractura que debe ser soldada para preservar la cohesión
social y nacional, apunta precisamente a la cualidad esencial de la
democracia, que consiste en la posibilidad de cuestionamiento de las
formas de compartir, dividir, adjudicar y relacionarse dentro de lo
común».
Una nueva forma de entender la democracia
La nación singular no es solamente un libro que analiza la
cultura del consenso en la España post-franquista; además propone una
nueva forma de entender la democracia, no como la borradura del otro, o en cualquier caso su asimilación por el todo, sino como el reconocimiento de la diferencia
en una comunidad no mistificada, sino en permanente conflicto, en
movimiento, en constante diálogo con las partes que conforman el todo.
Para Delgado el disenso –y no el consenso– constituye la verdadera
esencia de la democracia. De forma mucho más clara que la nuestra queda
expuesto en La nación singular:
«…la expresión “democracia consensual” pone en relación dos términos
contradictorios, que corresponden a dos lógicas muy diferentes. La
lógica del consenso entiende la comunidad como resultado natural de una
forma común de ser, la suma de todas las partes de un todo. Bajo ese
prisma, la identificación con el todo es la única forma de “ser en
común”, y esa forma a su vez está siempre mediada por el estado. La
lógica del disenso, por el contrario, sostiene que la democracia implica
un debate abierto sobre lo que constituye lo común y la división del
todo. En efecto, la comunidad democrática no se puede dar nunca por
cerrada, como constituida de forma permanente. Antes al contrario, tiene
que existir la posibilidad de que en ella quepan formas singulares de
pertenecer a ella. A la vez, la pertenencia a una comunidad no puede
excluir la realidad del litigio político, ni de un antagonismo que tiene
que ser reconocido y negociado. Esto implica una forma de entender la
comunidad, que no se define en base a una delimitación constante de “lo
nuestro”, ni en la convergencia y la cohesión ni en la aspiración
siempre frustrada a la plenitud del todo. La comunidad en su sentido más
democrático debe entenderse como relación transversal, como movimiento
que nos pone en contacto con lo que queda fuera de nosotros, con lo que
evidencia una falta que nos constituye, pero también nos relaciona con
otros».
La nación singular de Luisa Elena Delgado es, pues, un libro
necesario para reflexionar sobre lo que verdaderamente entendemos por
democracia en un momento destituyente como el que vive España desde el
15 de mayo de 2011. Si lo llaman democracia y no lo es, si no nos
representan, como gritaron las plazas, es porque una parte significativa
de la sociedad no se veía reconocida como parte en un todo que fue
colonizado por las élites de este país. La construcción de una nueva
sociedad, más abierta, más dinámica, que no niegue el conflicto sino que
lo politice, necesita desprenderse de la idea del consenso, mistificada
por la cultura de la Transición, y empezar a operar con otras
categorías como el disenso. Porque sin disenso, sin debate, sin el
reconocimiento del otro, sin participación de la ciudadanía activa, no
hay posibilidad de vivir en democracia. Lo llamarán democracia, pero no
lo será.